sábado, 25 de febrero de 2017

Lágrimas de cocodrilo [CXL]

Edgardo Malaver



Hoy cumple Ritos de Ilación cuatro años. 
Para celebrarlo, regresamos de nuestro involuntario receso de cinco lunes, esperando 
que aún se acuerden de nosotros los amigos 
que nos han acompañado hasta ahora. 
Gracias por la fidelidad.



Esta especie de cocodrilo habita sólo en el Orinoco, entre 
Colombia y Venezuela (foto: Colombia Magia Salvaje)



         Cualquiera diría que exageramos cuando decimos que alguien se ríe como una hiena; pero cuando uno es fanático de los documentales sobre el reino animal, termina tropezándose con alguno en que las hienas, realmente, a pesar de que parezca una metáfora, en lugar de ladrar, maullar o rugir... se ríen.
         Bueno, eso es lo que parece. Si los loros parecen hablar, las hienas parecen reírse. Ha de ser su manera de comunicarse. Pasan la vida mordiéndose entre sí, pero siempre en medio de risas. Pasa algo similar en otras especies. Los gallos y los canarios, para nuestro bien, cantan y las serpientes silban. Los diccionarios dicen incluso que las liebres zapatean. Las ballenas, tan poéticas, también cantan. ¿Los animales de veras se comportan de manera tan típicamente humana? Pues más bien no. Somos nosotros —o más precisamente la lengua— quienes les atribuimos semejante conducta. Sus sonidos nos recuerdan los nuestros y los nombramos con palabras que ya hemos creado antes. La metonimia es como la línea recta.
         ¿Hay otros sonidos familiares que emitan los animales? Quizá no sean muchos; lo que hacen los leones y los tigres es rugir, lo que hacen los búhos es ulular; las abejas zumban y las cabras balan. No parecen cosas de gente humana. Sin embargo, cuando un ser humano grita mucho y muy alto, en la lengua también se invierte el sentido del acto de nombrar y se dice que chilla, como los monos. Los osos gruñen —algunos conductores de autobús también—, las cigarras chirrían —como algunas cantantes de ópera— y los becerros berrean —cosa que es común decir de nuestros bebés.
         Hay también animales cuyos sonidos conocemos bien, pero pueden expresarse con unos verbos bastante curiosos. Las ranas, por ejemplo, croan, sí, pero también groan y charlean. Hemos oído que los caballos relinchan, pero también bufan y aun rebufan, y que los burros roznan y ornean, además de su conocido rebuznar. Las vacas y los bueyes mugen y a veces remudian e incluso braman. ¿Y los elefantes, que sí que no son frecuentes en nuestros espacios? Los monótonos elefantes simplemente barritan —a veces berrean—, pero los polifónicos jabalíes arrúan, rebudian y guarrean. Y nada como los cuervos, que graznan, crascitan, urajean, croajan y voznan. ¡Uy, uy, uy...!
         Así llegamos a los cocodrilos, que, como seguramente ayer los dinosaurios y hoy las iguanas, no cierran los ojos ni para dormir, de vez en cuando segregan un líquido que les lubrica la membrana ocular. Los restos de esa sustancia al caer son lo que llamamos “lágrimas de cocodrilo”, que como no son lágrimas de tristeza ni dolor, desde antiguo han sido consideradas falsas o interesadas. Y quizá por ese detalle fisiológico del Crocodylidae, el sonido que produce es el llamado llanto. Sí, así como las panteras himplan y las perdices titean, castañetean y ajean, los cocodrilos lloran.
         Los sonidos de la naturaleza nos llevan de la risa al llanto con una facilidad sólo explicable mediante las metáforas que nuestra mente concibe para entender el mundo y sus cosas. Si pudieran tomarse la hiena y el cocodrilo como extremos plausibles, todo lo que está en medio, más que representar la identidad de cada especie, nos daría resonancias de la visión que tiene cada pueblo de cómo es el mundo y de cómo es su mundo. Si un animal ríe o llora, e incluso si hace algo tan intrigante como gluglutear o marramizar, depende siempre de cómo somos nosotros y, más que eso, de cómo es nuestra lengua.

emalaver@gmail.com






Año V / N° CXL / 25 de febrero del 2017

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