martes, 25 de febrero de 2025

Tengo una muñeca vestida de azul [DI]

Edgardo Malaver


Una clase con niños de otra lengua puede ser
un laboratorio para una nueva lengua


Me tropiezo y me pongo a leer un artículo sobre las dificultades de aplicar las teorías de la educación de Jean Piaget a los niños andinos y amazónicos y que viven en sus comunidades originarias y, por tanto, son hablantes nativos del aimara, del quechua y lenguas del Amazonas (y, ergo, partícipes de las culturas que rodean a esas lenguas). “¿De cuál niño se trata?”, se pregunta el autor del artículo, Walter Quispe Santos. “Los niños de la Suiza francesa a los que investigó Piaget” no son los mismos “que observan los psicólogos y educadores en una realidad histórica y ecosociocultural variada como la nuestra [...]. Entonces, ¿a quién enseñamos?”.

Quispe Santos cita a continuación un poema de Efraín Miranda en el que una niña indígena siente que en la escuela ponen a una niña blanca delante de ella, una niña que el maestro ha creado para educarla; pero esa niña blanca existe también dentro de la niña india, porque ahí la ha puesto el maestro, y es a ella a quien se dirige cuando le habla a ella; sólo cuando el maestro no le habla a ella, la otra niña desaparece. “El maestro se olvida de mí y de todos los alumnos”, dice, porque “para los indios no se ha inventado nada”. Sin embargo, la niña indígena resiste: “está dentro de mí, pero no me puede”, y “al concluir mis estudios, se extinguirá”.

Y luego el autor reflexiona sobre el punto que me convence de seguir leyendo el artículo: la narración de un “experimento” ideado y aplicado por el profesor Luis Enrique López durante una investigación académica (“Tengo una muñeca vestida de azul: ¿kuns uka siñurita parlpachaxa?”):


La profesora pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la pizarra. “Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y velo de tul”. Puntero en mano, la profesora hizo que los alumnos repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos (…) Sin embargo, nadie parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos que creían que imitaban a su profesora a perfección y con ella sin darse cuenta de los obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la voz de vestido, los niños decían wistiru; de muñeca, moñica; y de tul, yol. (...) Darío, imitando a su maestra, puntero en mano y presto a demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra: “Tinku u-na moñica wistiro de a-sol saptitus lancus y wilu de tol” (...).


¿Qué interpreto yo? Los niños, sin saber lo que hacía, terminaron escogiendo lo mejor de los dos mundos: la musicalidad y la rima de los versos, desconocidos hasta ahora que les hacen repetirlos, y la sonoridad y la pronunciación que para ellos era propia, la que conocen de casa, de la comunidad, de su vivencia cotidiana. Casi se puede decir que han creado una lengua nueva a partir de los sentidos de la lengua recién llegada a ellos y los sonidos que han heredado de sus antepasados. Una vez en sus labios estos versos, no sabría yo decir cuál de las lenguas se adaptó a la otra, cuál de las dos se sometió a la otra, es decir, o hubo una penetración mutua, en la que una lengua entra hasta donde puede en territorio extraño, o hubo una invitación mutua, en la que cada una de ellas se sintió en casa en los nuevos espacios. Muñeca, moñika; zapatitos blancos, saptitus lankus. ¿No es, poco más o poco menos, lo mismo que, hace tanto tiempo y guardando las proporciones, debe haber sucedido entre mater y madre, sukkar y azúcar?, aide-de-camp y edecán?

¿Qué me pregunto? Las lenguas que llegan a un lugar nuevo, ¿a quién pertenecen? Pertenecen a quienes las han traído hasta que los que estaban ya ahí comienzan a adoptarla y, sin querer siquiera, pero con pleno derecho, por causa del frote y del saboreo, de la resistencia y del amor nuevo que comienzan a sentir, a modificarla para que ella hable con propiedad del nuevo contexto y respire holgadamente la nueva atmósfera. Amor y resistencia, atracción y distancia, permanencia y peregrinación se convierten así en fuerzas que tallan las lenguas a medida que pasan los siglos. Y como brotando de los labios de los niños, florecen de las mismas semillas pero con nuevos colores.


emalaver@gmail.com




Año XIII / N° DI / 25 de febrero del 2025

EDICIÓN DEL DUODÉCIMO ANIVERSARIO



martes, 31 de diciembre de 2024

Yo no olvido el año viejo [CDXCIII]

Edgardo Malaver Lárez



Fiesta de fin de año en la Plaza Bolívar de Caracas
en los años 1940. Foto: V. Torrealba




Los últimos días de diciembre, como todos los años, han sido muy musicales. En realidad eso no depende de la música, sino de cuán abierto está uno a percibirlo. Y este año se nota que la música que flota a mi alrededor fluctúa de lo clásico a lo popular con facilidad, casi siempre muy a mi gusto.

La semana pasada hasta me puse a traducir el Adeste fideles, y este lunes 30 de diciembre, las piezas que me han atrapado no necesitan traducción. Voy a dejar que sea su belleza y su dulzura las que se luzcan delante de ustedes:


Traigo un ramillete de un lindo rosal

un año que viene y otro que se va.

Vengo del olivo, voy pal olivar,

un año que viene y otro que se va.


Ay, qué grato es pasar diciembre en Margarita

cantándote al oído esta bella canción.

Pasear por La Arestinga, laguna tan bonita,

igual por Las Marites, que es una ensoñación.


Faltan cinco pa las doce,

el año va a terminar.

Me voy corriendo a mi casa

a abrazar a mi mamá.


Al llegar aquí,

al llegar aquí,

me saco el pañuelo

para dar a todos

feliz Año Nuevo.


Se fue el año veinte, que viva el veintiuno,

Se fue al año veinte, que viva el veintiuno,

que viva Cuyagua, que todos son uno.


Cinco minutos más

para la cuenta atrás, [...]

Uno, dos, tres y cuatro

y empieza otra vez,

y la quinta es la una

y sexta es la dos

y así, la siete es tres.


Año nuevo, vida nueva

más alegres los días serán

año nuevo, vida nueva

con salud y con prosperidad...

Entre pitos y matracas,

entre música y sonrisa,

el reloj ya nos avisa

que ha llegado un año más.

Las mujeres y los hombres

un besito nos daremos

y entre todos cantaremos

llenos de felicidad.

¡Vamos todos a cantar!


Cuando sean las dos de la noche

y el año barbudo se vaya,

agarro mi cuatrico y mi ron

y me voy a abrazar a mamá.

Son para gozarlas estas Navidades

porque el año que viene

se acaban los pesares.


La Billo’s Caracas pide a Dios del cielo

que todos pasemos feliz Año Nuevo,

y cantemos todos con el corazón,

comiendo hallaquitas y tomando ron.


Compae, venga un abrazo

que esta noche el año se termina.

A las doce lo espero en la esquina

para que brindemos, para que brindemos.


Por todo lo bueno y lo bonito que nos pasó en el año 2024, de parte de Ritos de Ilación, les doy a todos un abrazo de Año Nuevo.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDXCIII / 31 de diciembre del 2024


martes, 24 de diciembre de 2024

Una de traducción... y Navidad [CDXCII]

Edgardo Malaver Lárez



VOCATI PASTORES ADPROPERANT



He oído tanto aguinaldos y villancicos en estos días, algunos de ellos en lenguas extranjeras, que me decido a buscar las letras de algunos que me parecen particularmente hermosos. Como no tengo esperanza de desentrañar pronto, por mucho que la estudie durante esta Navidad, los alegres versos escritos en la lengua de los antiguos incas, me pongo a escudriñar algunos que los niños del coro de la iglesia cantan en latín. El primero, el que más me atrae, el archiconocido Adeste fideles, ha sido traducido por cientos de personas, algunos con suma habilidad para adaptarlos al canto coral (aunque limitando la fidelidad a la métrica), otros con resultados bastante pobres pero relativamente útiles, y luego quedan aquellos que pretendían “solamente dar idea de lo que decía el poema”, pero cuya intuición no acertaba ni en lo más obvio.

Saltando atléticamente por encima de mi amplia ignorancia del latín, después de examinar unas cuantas traducciones de las que juzgo mejor hechas, y apoyándome en el precedente de Luis Cernuda (1902-63) y Ezra Pound (1885-1973), que tradujeron respectivamente a Wordsworth y a Confucio casi en las mismas circunstancias que yo —¡casi!, porque nada como el descaro mío—, intento construir mi propia versión del hermoso canto de Navidad. La composición del Adeste ha sido atribuido al rey Juan IV de Portugal (1604-56) y la melodía al músico inglés John Francis Wade (1711-86). Por los momentos, voy a sumar mi propia traducción, aunque la métrica es irregularísima y la rima aún no encuentra su rumbo. El año próximo, quizá, avance un poco en eso. Aquí lo tienen: el Adeste fideles, con mi deseo de que disfruten la Navidad abrazados con vuestras familias y amigos:


ADESTE FIDELES LÆTI TRIUMPHANTES

Acudan, creyentes, alegres, triunfantes.

VENITE, VENITE IN BETHLEHEM

vengan, vengan a Belén y vean

NATUM VIDETE REGEM ANGELORUM

que ha nacido el rey de los ángeles.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


EN GREGE RELICTO HUMILES AD CUNAS

Dejando el rebaño, a la humilde cuna

VOCATI PASTORES ADPROPERANT

llamados, se acercan pastores;

NOSQUE OVANTI GRADU FESTINEMUS

nosotros también, jubilosos corramos.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


ÆTERNI PARENTIS SPLENDOREM ÆTERNUM

Eterno resplandor del Padre Eterno

VELATUM SUB CARNE VIDEBIMUS

oculto en la carne observamos:

DEUM INFANTEM, PANNIS INVOLUTUM

el infante Dios envuelto en pañales.


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


PRO NOBIS EGENUM ET FŒNO CUBANTEM

Por nosotros pobre, sobre heno es arrullado,

PIIS FOVEAMUS AMPLEXIBUS

a él con ternura calurosa cobijémoslo.

SIC NOS AMANTEM QUIS NOS REDAMARET

Al que tanto nos amó, ¿quién no lo amaría?


VENITE ADOREMUS VENITE ADOREMUS

¡Vengan y adoremos, vengan y adoremos,

VENITE ADOREMUS DOMINUM

vengan y adoremos al Señor!


STELLA DUCE MAGI CHRISTUM ADORANTES

Guiados por la estrella, sabios adoran a Cristo,

AURUM THUS ET MYRRHAM DANT MUNERA

y con oro e incienso y con mirra le obsequian.

IESU INFANTI CORDA PRÆBEAMUS

Ofrezcamos al pequeño Jesús nuestros corazones.


¡Feliz Navidad!


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDXCII / 24 de diciembre del 2024

VÍSPERA DE NAVIDAD


lunes, 30 de septiembre de 2024

La madre de las literaturas [CDLXXX]

Edgardo Malaver

 

 

“Esos genios de la lámpara maravillosa...”.
Barbara Eden en 1966

 

 

 

         Uno tarda en darse cuenta, pero el mundo rebosa de evidencias de que la literatura nace de la traducción. No habrá sido siempre ni en todas las civilizaciones, pero donde una estirpe humana, en su desarrollo, en su expansión, ha tenido dificultades en el parto, siempre ha venido en su auxilio la traducción para traer al mundo un nuevo vástago que la haga grande y la eternice; pero a veces le ha tocado a la traducción sentir los dolores y parir la literatura y después velar el embellecimiento progresivo de la criatura poética que el pueblo venera y multiplica sin darse mucha cuenta de su valor.

         Miren cómo los romanos llegaron a Grecia —nada menos—, la vencieron, la dominaron, y Grecia, que era la que ya poseía una literatura madura y florecida, contagió la literatura al pueblo latino. Qué caso tan curioso de pueblo conquistador que adopta la cultura del pueblo conquistado en lugar de imponerle al otro sus dioses, su forma de alimentarse, sus letras. Los romanos se llevaron a la ciudad de Roma toda la poesía y todo el teatro de los griegos y se lo entregaron a los esclavos traductores y, en un primer tiempo, lo que hicieron fue leer traducciones y escribir imitando lo que habían escrito los griegos. Fue bastante rato después cuando los poetas latinos se emanciparon de los modelos de Homero y Aristófanes, y sólo así comenzaron a germinar los Virgilios y los Horacios.

         La pieza literaria árabe más conocidas de todas, Las mil y una noches, es también un parto de la traducción. Esta obra no nos llegó ya formada del Medio Oriente. Fueron los traductores europeos, especialmente los ingleses y franceses, los que la fueron moldeando, podando, ajustando a la moral y al carácter de su época, hasta fijarla en la forma que exhibe hoy y que nos habla, como debe una obra de arte de buena ley, del espíritu humano, de lo mejor y lo peor que habita en el hombre. Es decir, la fórmula mágica de Alí Babá, el arrojo de Simbad, la picardía de la propia Sherezade, al final, han llenado nuestras noches y han visto aparecer el sol en Occidente gracias al talento de mil y un traductores, esos genios de la lámpara maravillosa que son también como vivas imágenes del misterioso poder que contienen las palabras.

         La propia Biblia, el texto literario escrito en Oriente que por más que se le evada ha terminado permeando las fibras de todo lo que se ha escrito en Occidente durante los últimos dos mil años, es resultado de una traducción constante durante todo su lento itinerario de escritura. Mil años estuvo creciendo en ese útero nutricio que es la cultura hebrea, escribiéndose a sí misma en la pluma de autores que citaban a lejanos antepasados que habían escrito en otros idiomas, hasta llegar a la era cristiana, protagonizada por gentes que se comprendían aunque se hablaban en lenguas extranjeras. Y en el presente, ninguno de nosotros tiene en casa una Biblia que no sea una multitraducción literaria —¿o una traducción multiliteraria?— de todas sus narraciones y poemas a la lengua de cada quien.

         Y Don Quijote... Usted que ya tuvo, como diría Unamuno, la dicha de leer Don Quijote por primera vez, se habrá quedado con la boca abierta al oír al narrador, a pocos capítulos de principio, que aquel libro que tenía entre manos era, ni más ni menos, una traducción. Se habrá reído con las risas del muchacho que el narrador contrata para que traduzca la “verdadera historia del ingenioso hidalgo”, que con tanta inocencia se mete en cada pleito que existe, que se embarca en cada locura que se le atraviesa, que dice cada palabra sabia que se le adhiere a los labios. Y es la obra más grande que se haya escrito jamás y al mismo tiempo es una traducción, al menos dentro de la ficción, donde el protagonista diserta con tanto acierto sobre la traducción como actividad intelectual y como producto literario.

         El camino por el cual hemos llegado a la concepción de la cultura en todos los países discurre de vez en cuando por trechos y parajes circundados de traducción, cubiertos de poesía traída de otras tierras y enamorada de la lengua del nuevo lugar que habita, olorosos sus campos y ciudades del saber de otros pueblos, tapizados sus muros de palabras traducidas, que es casi lo mismo que decir, como Zorrilla, que “están respirando amor”.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXXX / 30 de septiembre del 2024

  

lunes, 23 de septiembre de 2024

Palabras (II) [CDLXXIX]

Luis Roberts

 

 

Salona, Croacia, con las ruinas del antiguo anfiteatro romano

 

 

 

         Volvemos.

         Pasamos a la literatura.

         Una de las mejores, si no la mejor, escritora inglesa del siglo XX, Rebecca West, es la autora de un monumento histórico-cultural y viajero: “Cordero negro y halcón gris”. Dos volúmenes de 800 y 700 páginas donde disecciona con una profundidad y una belleza exquisita los Balcanes en 1937. Uno, que ha conocido de cerca un poquito de lo que Rebecca recorrió, entiende por qué los croatas son tan admirables y despreciables al mismo tiempo, igual que los serbios, casi. Como Roma sojuzgaba y despreciaba a Iliria, la antigua Dalmacia, donde Diocleciano decidió morir y ser enterrado, y como Europa esclavizó, utilizó, dividió e ignoró a Dalmacia, Serbia, Moldavia, Montenegro, etc., presas de los turcos, los venecianos, los austríacos y los húngaros, hasta llegar a ser Yugoslavia, los eslavos del sur, igual que pocos años más tarde abandonarían a España en manos de una dictadura criminal.

         Pero lo nuestro son las palabras y hasta ahora me he encontrado con un par de ellas a resaltar. Una, casi fósil, sobre todo para los urbanitas: collalba, para la RAE: “mazo de madera con el cual los jardineros desmenuzan los terrones”. Reconozco que es posible que no la volvamos a encontrar, ni falta que nos hace.

         La segunda, por ahora, es más jacarandosa: hidrópico, que para la RAE es “insaciable, ávido voraz y sediento en exceso”. Esta sí la pueden utilizar y a menudo: “No seas hidrópico, chico”, y esperar a ver la cara de perplejidad del aludido.

         No quiero terminar, por ahora, las citas a Rebecca West sin transcribir, sic, un párrafo que me parece de una belleza total y que, palabras, al fin y al cabo, la semántica y las palabras nos describen algo maravilloso por lo duro y lo exacto. El contexto es que el grupo de turistas se refugian de un diluvio en una casita museo en Salona, cerca, muy cerca de Split, donde coinciden con unas monjas y unas colegialas que se habían refugiado igualmente, y Rebecca especula sobre lo que las monjas estarían diciendo a las niñas, a saber: “Desconfiad de los engaños de quienes tratan de enamorar”, a lo que Rebecca puntualiza: “...recordad que la mente del hombre es en conjunto mucho menos tortuosa cuando se dedica al amor que en cualquier otro momento. Es cuando habla de gobiernos y ejércitos cuando dice extrañas y peligrosas tonterías para complacer a los fantasmas que habitan su propia alma”. Que nadie se dé por aludido... por lo del amor, digo.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXXIX / 23 de septiembre del 2024

 

lunes, 16 de septiembre de 2024

Palabras (I) [CDLXXVIII]

Luis Roberts

 

 

 

Un paramecio como este habita en el agua de lluvia que queda
frente a tu casa. Foto: Biología 3.0 (UNAM)

 

 

         El decano de la Facultad de Medicina de Valladolid, España, en su discurso de inauguración del curso, dirigiéndose a los alumnos, dijo, más o menos: “Siento dolor al decirles esto, pero no puedo engañarles: dentro de diez años les será muy difícil conseguir trabajo”. La IA de nuevo. Yo he tenido en este curso la tentación de decirles a mis alumnos más o menos lo mismo, pero solo lo he insinuado de manera sutil; no me daba el ánimo para más, además de que el plazo era más corto, casi inmediato.

         Yo mismo he sido víctima de la IA y de la indiferencia de todo el mundo hacia la calidad. La contrapartida es que queda tiempo libre para retomar con avidez la lectura: literatura, historia, filosofía, ciencia. Desde las relecturas de Kant y Goethe, hasta las novedades sobre si la conciencia es un fenómeno cuántico, si los neandertales enseñaron la pasión al homo sapiens, la historia general de Al Ándalus, o La actitud intencional, de Daniel C. Dennett, el filósofo más importante del momento, que polemiza con otros colegas sobre sus ideas acerca de la intencionalidad, la creencia y el deseo del humano comparados con la rana, que no los tiene. No es una broma: la bibliografía sobre la psicología de la rana es ingente. Pero traductor y corrector, al fin y al cabo, me dedico a subrayar y buscar en lo que leo palabras desconocidas o raras. Si quieren darle un susto a su abuela o a su anfitrión que les ha preparado una magnífica comida, díganles que sienten “eupepsia” y, alarmados, querrán llevarles a la clínica. Aclárenles, por favor, que eupepsia significa ‘buena digestión’.

         Mi favorita, hasta ahora, encontrada en Dennett, es paramecio. Al principio leí mal y vi “paranecio”, como “paragafo”, como “paramilitar”, pero no, es paramecio, que según la RAE es: ‘protozoo ciliado (pelúo) con forma de suela de zapato’. Descargué el ChatGPT gratuito y se me ocurrió hacerle una maldad, para ratificarme en que la IA no va tan adelantada como la gente cree. Le pregunté a cuáles políticos mundiales y españoles con determinadas características —no las señalaré pues son de mi apreciación subjetiva; aunque sí, es importante, señalé que debían ser huevones (“güebones”, en venezolano)— se les podría calificar ofensivamente de paramecios. Me dio una explicación larga y detallada y al final me dio los nombres: Donald Trump, Vladimir Putin y Alberto Núñez Feijóo.

         La respuesta es oral, pero con su copia escrita. Mi estupefacción fue tal que tardé minutos en reaccionar. Como lo descargué en mi celular, creo (a vueltas de nuevo con Dennett) que lo voy a utilizar como reto y para asombrarme y divertirme. Nos vemos luego.


luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXXVIII / 16 de septiembre del 2024

 

lunes, 19 de agosto de 2024

Una del alfabeto [CDLXXIV]

Edgardo Malaver Lárez



La flor de la zanahoria ya no estaría al final de la lista



La semana pasada me preguntaba mi hija pequeña para que servía la letra K. (Agrego de una vez, desordenadamente, porque se me puede olvidar más tarde, que discutimos durante varios minutos si el nombre de la letra debía escribirse con ce o con la propia ca, y terminamos riéndonos mucho por causa de esas letras cuyos nombres comienzan, o pueden comenzar, con otras letras... “Es que no tienen mucha autoestima”, nos dijimos.) Ya se habrán imaginado que le expliqué que, al igual que la doble ve, la ca se utiliza para escribir palabras de origen extranjero que aún no nos hemos decidido a escribir con nuestra ce. Y le mencioné el artículo de Ritos sobre Catar del 2 de enero del año pasado, que no era buen ejemplo porque no involucra la doble ve pero que nos llevó al uso de la cu, que el alfabeto de Andrés Bello se utilizaría para escribir toda la serie de las sílabas ca-, que-, qui-, co-, cu- y sus emparentamientos con otras consonantes y vocales. O sea, se escribiría Qaraqas, saqeo, qinto, banqo y qualqiera.

—¿Y cereza?

Cereza se escribiría seresa. Y circo sería sirqo.

—¿Y zanahoria?

Sanaoria.

—¡¿Y entonces qué se escribiría con ce?!

—Pues nada. Dejaría de existir... y de confundir.

—Ay, qué bueno sería.

—Ciertamente, sólo que luego no seríamos capaces de leer todo lo que se ha escrito en el pasado, o nos costaría muchísimo. Lo que se está escribiendo hoy mismo sería casi incomprensible dentro de muy poco tiempo. Para muchos significaría volver a aprender a leer y escribir. Y una cantidad inmensa de gente se negaría a hacerlo.

Y termina diciéndome pícaramente, en voz bajita, como protegiéndose la boca con una mano: “Sería como un lenguaje secreto”.

¿Se imaginan? Que el alfabeto volviera a ser un lenguaje secreto, aunque todos sepamos leer y escribir... Fascinante.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXXIV / 19 de agosto del 2024


lunes, 12 de agosto de 2024

Una de semántica [CDLXXIII]

Edgardo Malaver Lárez



Raskolnikov y su casera... otra palabra que va y viene





¿Qué edad tenía usted cuando se dio cuenta de que alquilar y alquilar significan acciones diferentes e incluso contrarias? Sí, sí, alquilar y alquilar, es decir, ‘ceder temporalmente y bajo ciertas condiciones una propiedad a alguien a cambio de dinero’ y ‘usar esa propiedad por el pago de una cantidad de dinero cada cierto tiempo’. Yo te alquilo la casa y tú me alquilas la casa. El propietario y el inquilino ejercen acciones diferente, incluso contrarias, pero las dos se llaman por el mismo nombre. ¿Se habrá quedado así esta situación —cuando sea que haya aparecido así, bajo la forma de coincidencia, que no de sinónimo— porque, cuando esta dichosa palabra saltó del árabe al español? Lo que sí coincidía era el nombre alquilé, es decir, la cantidad que tenía que cambiar de manos, que en ambos lados de la transacción se llamaba igual, aunque en este caso no se confundía ni se confunde nadie.

Pasa lo mismo con el sustantivo huésped, ‘el que se alberga, se hospeda, en un lugar’ y ‘el que lo recibe, lo hospeda’. Aunque no siempre hay transacción financiera en este caso, ¿será, como en el anterior, meramente cuestión de dinero?


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXXIII / 12 de agosto del 2024


lunes, 5 de agosto de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (IV) [CDLXXII)

Edgardo Malaver Lárez



Las lenguas nuevas nacen con olor a verduras




También desaparece el artículo algunas veces cuando se refieren a personas: Ayer hablé con Padre Juan. La persona mencionada parece cambiar de estatus al adquirir una profesión, de modo que su título comienza a formar parte de su nombre: En la tarde atiende Doctor González. Es muy poco frecuente oír el artículo en este caso y su uso no luce señal de nivel educativo ni condición social.

Los venezolanos, por otro lado, en los últimos 30 años o más, probablemente por influencia de las telenovelas colombianas, han comenzados a “imitar” un uso que hasta entonces parecía ser exclusivo del español de Colombia. Antes del auge de estas telenovelas, no se oía decir en Venezuela ¿Será que me esperas un minuto? La estructura interrogativa ‘será que + oración’ se utilizaba solamente para expresar duda sobre un acontecimiento del cual uno no podía tener certeza de si había sucedido o no, como en ¿Será que María llegó temprano y se cansó de esperarme? En Colombia, sin embargo, esta fórmula es más bien una invitación, una proposición, un pedido. Un hablante venezolano, sin esta influencia, diría ¿Me esperas un minuto? Es una diferencia que parece significativa, pero hasta donde puede verse desde aquí, sucede en estos dos países, no más allá. Es decir, si el español de Colombia o el de Venezuela está destinado a convertirse en otro idioma, este será un rasgo característico de esa lengua... más probable en el caso colombiano. Pero ¿cómo saberlo ahora?

Hay mil ejemplos de pequeñísimas variaciones precisas, que, al estar repartidas entre tantos pueblos —porque la subdivisión regional, a veces incluso municipal, también influye—, siempre van a estar contenidas por el “centro gravitatorio” de la norma culta de cada país, que se aproxima mucho más al español general. Existen otras fuerzas que halan la lengua —a todas, no sólo a la española— hacia el centro y hacia la periferia, pero dada la configuración del mundo actual, en que las comunicaciones son tan instantáneas, es seguro que el español y todas las demás lenguas se tarden mucho más que el latín en fragmentarse y alejarse de tal manera de lo que son y han sido hasta este momento. Eso no detendrá de ningún modo la evolución, pero las condiciones han cambiado, el ecosistema lingüístico cuenta ahora con otros elementos y los depredadores y las presas de la actualidad tienen otra conciencia y otros parámetros para medir su entorno y sus posibilidades de acción.

Algo que hay que tener presente es que en realidad no hay, en este terreno, nada de qué preocuparse. No existe de verdad eso que tantos llaman integridad de la lengua. Las lenguas se defienden solas de los “embates” a que supuestamente son sometidas, o ceden ante ellos en la medida en que sus hablantes son o no seducidos por esta o aquella variación, por esta o aquella novedad, por esta o aquella forma (porque la lengua es una forma, no un fondo). Ni siquiera es que se defienden o que cedan: evolucionan, pero esa evolución responde a fuerzas que la definen en procesos que se toman siglos y siglos.

Si un día, llegado el siglo indicado, se produjera un quiebre en la unidad del español, lo más probable sería que alguna de las variantes, o más de una de ellas, y no el español americano todo, llegara a ser considerada una lengua nueva. El español de América Latina es un organismo demasiado extenso para avanzar con la unanimidad y la uniformidad requerida hacia el punto, lejanísimo, de transformarse en otra lengua cuyas reglas, cuya sintaxis, principalmente, sean otras. Si sucediera, falta tanto tiempo, que, de todas maneras, lo que se estaría llamando español antes de eso sería ya algo que no es lo que hablamos nosotros en este instante, tal como no parece serlo ahora la lengua en que escribió el autor del Mío Cid.

¿Que si el español de América Latina “corre peligro” y puede convertirse en “otro idioma”? Peligro no corre de ninguna manera porque la evolución es señal de salud, y otro idioma es todo idioma cada día que pasa, como los ríos bajo cada puente. De modo que si el español, y más precisamente el inmenso número de variantes del español que se habla América Latina, ha de convertirse en otro idioma, como una vez sucedió con el latín, será lo que tenía que suceder, será ésa la “lengua de los padres” para los futuros hablantes y, por más que se lo intente, nadie podrá hacer nada para evitarlo.


emalavergmail.com




Año XII / N° CDLXXIV / 5 de agosto del 2024

lunes, 29 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (III) [CDLXXI]

Edgardo Malaver Lárez



No siendo H.G. Wells, es difícil averiguarlo




Por ejemplo, es conocida esa característica del español de Argentina y de otros países cercanos de expresar en pretérito las acciones que han sucedido hace poco pero que podrían repetirse, que en otros lugares se expresan con el tiempo compuesto: todavía no comí en lugar de todavía no he comido. Dado que el tiempo compuesto expresa normalmente que una acción ha sucedido en el pasado, pero es posible (o seguro) que vuelva a suceder en el futuro, mientras que el pretérito señala que una acción sucedió una vez (o muchas) en el pasado pero ha quedado cerrada la posibilidad de que se repita, en algunos lugares del español se oye el ruido de bisagra oxidada cada vez que, a las ocho de la mañana, los amigos del sur afirman, por ejemplo, Aún no desayuné. ¿No será posible ya que desayune a las nueve y veinte o a un cuarto para las diez? El tiempo compuesto no he comido respondería esa pregunta sin que la formuláramos siquiera.

En México existe un curioso uso de la conjunción hasta, que ha comenzado, hace poco, a influir en el resto de la lengua del continente y que lleva a los hablantes no mexicanos decir unos cuantos absurdos al día. Es común ahora construir oraciones que normalmente parecen indicar, según la semántica de algunos verbos, lo contrario a lo que se desea decir, como, por ejemplo, El médico llega hasta pasado mañana. Llegar es un verbo que indica una acción puntual, es decir, una vez que uno llega a un lugar, ya llegó, no sigue llegando minutos después o durante un día y medio o una semana. De modo que lo naturalmente español en este caso sería El médico llega pasado mañana. En la otra opción, el médico se demora lo que falta para pasado mañana haciendo algo que normalmente es instantáneo: llegar.

En castellano regular, si se deseara enfatizar el tiempo que falta para que suceda el acto, la oración habría sido más bien El médico no llega hasta pasado mañana. En ese sentido, el hablante mexicano dice en realidad lo contrario de lo que desea decir. Sin embargo, cuando uno oye a un mexicano decir algo así, comprende inmediatamente. El problema aparece cuando el hablante es de otra nacionalidad: uno se pregunta qué querrá decir. Seguramente no será así en el futuro, pero es absolutamente imposible, no siendo H.G. Wells, averiguar ahora cuándo va a suceder, y, más que eso, si este rasgo sobrevivirá en caso de que el español de México se convierte en otro idioma. También es posible que aparezca otra estructura que reemplace a ésta y subsista.

En Perú, por cierto, existen diversas peculiaridades, pero una que salta a la vista (o al oído) es la omisión de la preposición a en algunas construcciones referentes al tiempo. Por ejemplo, un peruano puede pasar su vida entera diciendo, sin percatarse de esta omisión, Yo siempre llego de mi trabajo siete y media, pero los sábados llego cuatro o cinco. ¿Qué ha pasado con la preposición? En la lengua hablada luce como un intento de enfatizar la precisión con la que se habla del tiempo o el poco o mucho tiempo que se tarda un evento en ocurrir.

Los peruanos también hacen, unánimemente, elisión del artículo definido en ciertos nombres de lugar, sobre todo de calles y avenidas. En Lima, al menos, nadie dirá nunca Este autobús me deja en la Arequipa. Sin temor al riesgo de que se interprete que hace un largo viaje a otra ciudad, siempre eludirá el uso del artículo, y todos sabrán que ese hablante va apenas a la avenida Arequipa.


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Año XII / N° CDLXXI / 29 de julio del 2024


lunes, 22 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (II) [CDLXX]

Edgardo Malaver Lárez



Codex Aemilianensis, datado en el 994



Y cualquiera diría que esos cambios suceden en la informalidad de la lengua hablada cotidiana, en la calle, en el mercado, entre los niños, entre las personas que han tenido menos educación. Ciertamente. Si uno va a conversar con el ministro de Cultura de Costa Rica, es muy poco probable que le atrape un verbo mal conjugado; si uno se tropieza por ahí con un profesor de filosofía de la Universidad de Chile, sería extraño que hable con dequeísmo; pero así es como ha funcionado este negocio desde que Eva se acercó a Adán con aquella oferta que todos recordamos. Es precisamente en el mercado, en el barrio bullanguero, en la fiesta desordenada del pueblo reunido con el pueblo donde se cuecen las lenguas, donde hierven los cambios que serán la norma más aceptada y apreciada en el futuro. Es en la boca de los niños, que de camino de la escuela a la casa se atreven a decir lo que sus padres y maestros no les permiten, donde nacen las interjecciones, las formulas de tratamiento, las nuevas palabras del diccionario de dos y tres décadas más tarde. Pasados dos o tres siglos, a todos les parece que esas son las palabras que no se pueden violentar y que la juventud malhablada de ese momento está deformando la lengua que han recibido de sus padres (los malhablados del pasado, lo sabemos). La generación de Aristóteles se quejaba de lo mismo.

El latín no se convirtió en español, por ejemplo, porque en Hispania comenzaran a decir oculus en lugar de ophthalmos, caballus en lugar de equus, jocare en lugar de ludere. Sin duda, esa era una señal de lo que estaba pasando más adentro, pero la evolución esencial de una lengua hacia la otra ocurrió cuando los hispanos comenzaron a cambiar el orden de los elementos de la oración latina, a conjugar los verbos de manera diferente, a vincular mediante otras fórmulas las palabras de su discurso, a “torcer” la estructura que ofrecía el latín, la relación entre las palabras, y esa conducta les ofreció una mayor precisión, una mayor claridad, una mejor comunicación entre los miembros de la comunidad. Generación tras generación, los nuevos modos de expresión —que, sí, son siempre adoptados primero por los más jóvenes— fue fortaleciéndose, fue quedándose en la mente colectiva como las formas más adecuadas, más sencillas, más “correctas”, y fueron heredadas por la generación siguiente. Separados por una mayor distancia de las que existen hoy por causa de la mayor lentitud de las comunicaciones, fue apareciendo en Hispania un código que pocos en Roma reconocían. Pero no es razonable pensar que ese “español” que apareció entonces, hace mil años, es el que hablamos ahora. El español que hablamos ahora también es el resultado de una evolución, y lo más interesante de eso es que sigue y seguirá evolucionando hasta que, de tanto evolucionar, quién sabe, se convierta en otra cosa.

¿Existe, entonces, alguna señal en el español de América Latina que nos haga pensar que, aunque sea incipientemente, se esté convirtiendo en otra lengua? Quizá sea demasiado pronto para afirmarlo, pero, más allá de la mera sinonimia que siempre se menciona —en Colombia llaman suéter a lo que en España llaman chándal—, tendrían que aparecer cambios sintácticos, que tendrían que llevar, después de mucho tiempo, a la incomprensión total entre comunidades nacionales, para que pudiera llegarse a esa conclusión. ¿Se oyó eso? Comunidades nacionales enteras que difícilmente pudieran adivinar lo que les dicen sus vecinos de más allá del río. Esto, como reside en el corazón mismo de la lengua, es mucho más complejo que el simple cambio de un conjunto de sonidos por otro para llamar a un animal, una parte de una casa, un aparato.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXX / 22 de julio del 2024

lunes, 15 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (I) [CDLXIX]

Edgardo Malaver Lárez



Hace ocho años una amiga que era editora en una página web me sugirió escribir un artículo breve, una reseña, una entrada de blog para aquella página. Me sugirió también el tema, que es el que ustedes ven en el título, y yo pasé varios días dándole vueltas en la cabeza a la idea, pero algo debe haberme ocupado lo suficiente para que el artículo se pusiera a escribirse solo en mi mente durante... ¡tres años! Pasado ese tiempo, como no soportaba la vergüenza, lo escribí y se lo envié, junto con mis súplicas para que me perdonara semejante demora. Resultó que era demasiado largo y finalmente no se publicó. Varias veces he pensado que podría aparecer en Ritos de Ilación, pero... ¡también es demasiado largo para Ritos! Sin embargo, en vista de la cercanía de las vacaciones, me decidí a adelantárselas al rigor académico y he convencido a todos de dividir el texto en cuatro partes y publicarlo a partir de hoy hasta el 5 de agosto. De modo que aquí voy con mi intento de respuesta a esta pregunta, que probablemente se hacían en Roma cuando oían hablar a los ciudadanos que venían de Galia, de Hispania e incluso de Dalmacia.


El abanico también vino de España, ¡y cómo ha evolucionado!




Lo más habitual en un artículo que trate sobre el español que se habla en América Latina —y con semejante título— es que el autor presente un inventario, ridículamente breve siempre, de palabras, conceptos y objetos que se nombran de diferentes formas en diferentes países. Estos autores parecen pensar que todos, sin movernos de casa, gracias a ellos, vamos a conocer a fondo las variedades de una lengua que ya se hablaba hace mas de mil años y que sirve hoy de código de comunicación al menos a 40 países, lo cual representa más de 560 millones de personas. Existen también los que se concentran en la vana empresa de identificar el país de América Latina donde se habla “el mejor español”, como si tal cosa existiera o fuera posible definir un criterio razonable para medirlo. Y, además, están los autores que se sienten atormentados por el fantasma de la perniciosa invasión lingüística extranjera que amenaza la intangible soberanía de la lengua que trajeron los conquistadores (es decir, la lengua que heredamos de unos tatarabuelos invasores).

Yo nací y crecí en un pueblo pequeño de un estado minúsculo de Venezuela —ocupa el antepenúltimo lugar entre sus 25 entidades federales ordenadas según el tamaño de sus territorios—, y ese estado, Nueva Esparta, es, además, un conjunto de tres islas, una de ellas inhabitada. Sin embargo, ya de pequeño, me llamaba la atención que rodando unos diez minutos hacia el sudeste era perceptible una buena diferencia con respecto a la manera de hablar de la gente. Por supuesto, lo más llamativo para mí no era que en el otro pueblo llamaran las cosas por otro nombre, que sucedía, sino que ahí la voz de la gente tenía otra música. Muy parecida a la de mi familia, pero perceptiblemente diferente, para ser un lugar tan cercano.

Las diferencias terminológicas me saltaban a la cara cuando nos visitaban mis primas del estado Zulia, que está en el otro extremo del país. Nos divertíamos de lo lindo señalando las cosas y preguntándonos unos a otros los nombres que les dábamos a todo en nuestros respectivos estados. El universo material recibía nuevos nombres, con lo cual renacía y tomaba nuevas formas, a partir de la iluminación milagrosa del contacto lingüístico. El mundo se enriquecía porque esas diferencias no lo hacían menos comprensible sino más amplio, más bello y más atractivo. El ventilador era para mis primas el abanico, el coleto era el lampazo, un polo era un helado; pero siempre las diferencias en las formas de hablar eran más notorias, verdaderamente más notorias, que las de vocabulario. La melodía que nos percibíamos mutuamente era ineludible debido a la distancia geográfica.

Y si uno viaja más lejos, pasa lo mismo: en Perú llamarán vereda a la acera, en Argentina llamarán colectivo al autobús y en México llamarán mensos a los tontos. Y no tengo que explicarle a nadie que la musicalidad de sus voces varía de una manera que nos tiene fascinados a todos desde que el mundo es mundo. Es decir, las diferencias léxicas y fonológicas no tendrían que llamar tanto nuestra atención porque son lo más cotidiano que hay en cualquier lugar donde los seres humanos se comuniquen mediante la lengua. Todos los días un perro muerde a un hombre, y eso no es noticia. Lo que sí llama a atención, al menos la mía, es que en algunos de estos lugares observo microscópicos cambios sintácticos. Estos sí son el hombre que muerde al perro.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXIX / 15 de julio del 2024