lunes, 25 de mayo de 2020

De memes, la Virgen María, el misterio y otras piruetas del pensamiento [CCCV]

Douglas Méndez



Escultura de Atenea en la moderna Academia de Atenas



         Hace unos días, en un grupo de WhatsApp del cual formo parte, constituido por antiguos compañeros de mi universidad, surgió una polémica a raíz de la publicación en el grupo de un meme (creo que eso era un meme), que, según la interpetación de muchos, arrojaba dudas sobre la castidad de la Virgen María. ¿Cómo puede una mujer dar a luz y sin embargo permanecer inmarcesiblemente virgen? Ciertamente, parece —al menos desde el punto de vista biológico— imposible. Es comprensible que el ser humano, que siempre se deleita en retruécanos y es habilidoso para crear giros de doble sentido y guasas, a lo largo de los siglos haya ventilado en el terreno del humor tan seria paradoja teológica; es, ¡por supuesto!, comprensible también la indignación de los celosos creyentes. Con todo, no me interesan aquí ni la polémica en sí, ni quién tiene la razón, ni la cuestión del respeto a las creencias, el cual respaldo.
         El incidente del controversial meme me ha dejado pensando en otra cosa: en el misterio y en la índole del misterio, en su naturaleza. La virginidad de María es un misterio, ¿por qué tendría que ceñirse a leyes de la biología? ¿Acaso su condición de misterio no le confiere precisamente por eso su rasgo inextricable, al menos para el no iniciado, su carácter excepcional? En definitiva, ¿qué es un misterio? Ante estas encrucijadas, bien vale pasarse un momento por la etimología, de costumbre tan esclarecedora. La voz viene del sustantivo griego mystérion, a su vez del verbo que corresponde al español cerrar: mýein. El mystérion era una ceremonia religiosa cerrada a cualquiera que no fuese un iniciado y así mismo el secreto que en dicha ceremonia se revelaba y compartía. Así pues, para acceder a la vecindad del misterio, para abordar su verdad, debe habérsenos confiado un secreto, debe haber mediado una iniciación, solo entonces podemos saber.
         El asunto de María me recordó una fe mucho más ancestral, en la cual un misterio similar era resguardado: la maternidad de la diosa virgen y guerrera Atenea. En la antigua religión pagana griega, Atenea, diosa virgen completamente indiferente a las acometidas de lo erótico, divinidad de primer orden, hija exclusiva del dios padre y ejecutora de su justicia, era madre en los misterios. Según un oscuro relato, Hefesto, apasionado por la diosa, quien con anterioridad la había pedido como esposa, atrevida solicitud que Zeus negó de plano, en una ocasión, lleno de deseo, como solo son capaces los dioses de sentir, la persiguió para hacerla suya. Atenea huyó en el acto, pero se dice que un poco del esperma del dios herrero alcanzó a rozar el muslo de la poderosa virgen inmortal. De este episodio divino nació un niño, una delicada criatura oculta venerada en los misterios; Atenea, no obstante, permaneció casta.
         Según el insigne mitógrafo húngaro Karl Kerényi, en su perspicaz trabajo “Atenea, virgen y madre” (1952), diosas con mucho poder eran vírgenes o solían aparecer solas, sin consorte, y en esta característica se manifestaba una condición psicológica de la virginidad: la independencia emocional. Todos sabemos de los avatares y desbarajustes que lo erótico suele conllevar; ¿no es de desear que una diosa madre sea además de comprensiva, inmune a las veleidades de Eros; capaz de orientarnos y aconsejarnos con cabeza fría, firmeza, cariño y ecuanimidad hacia la consecusión de nuestros fines? No sé si esta reflexión anterior pueda ser aplicada a la virgen María; me viene ahora a la mente Santa Teresa de Jesús, otra virgen guerrera, madre y patrona de todos los reinos de España. En todo caso, vaya por qué derroteros nos ha encumbrado esta divagación en torno al misterio.
         ¿Cómo queremos acercarnos al misterio? ¿Cómo queremos empaparnos de su esencia? Digamos que depende del discurso. La ciencia quiere apropiarse del misterio para iluminarlo, quiere extraerlo de sus tenues cavernas y desentrañarlo, para democratizarlo y exponerlo convertido en ley en la plaza pública; si bien sus intenciones pueden ser altruistas, la llama de la razón calcina siempre al misterio. La filosofía quiere reflexionar sobre el misterio para hallar su lógica o para formularle una, cándido intento vano, pues el filósofo sabe que nunca pasará del vestíbulo que conduce al recinto sagrado donde esperan los iniciados; la pretensión del filósofo no deja de tener ese leve sabor nostálgico propio de todos los afanes del querer comprenderlo todo, de la fatigosa labor filósofica, taciturna hermana renegada de la poesía. Llegamos al discurso religioso, que presenta al misterio como verdad incontestable, un dogma: María es virgen por la gracia de Dios y eso no se discute, se asume como acto de fe; allí el misterio permanece resguardado, pero la intransigente rigidez dogmática terminará petrificándolo. Nos queda el discurso poético, y con él, naturalmente, el discurso del arte: el poeta, el artista, no quiere poner luces al misterio, lo seducen sus tinieblas; no quiere formular leyes, antes bien le fascina la capacidad que el misterio tiene de violarlas; no quiere erigirlo como verdad inamovible, se regocija en la posibilidad de hallar siempre un nuevo entresijo por el cual sumergirse en el misterio. En el arte, el misterio es imagen y es generador de imágenes, fuente insondable de energía psíquica. En el arte, en la poesía, realmente todo se tiñe de misterio, el artista quiere ser iniciado, quiere compartir y guardar el secreto: la obra son mensajes, guiños, convites para el escurecimiento, para el festival de los matices; allí lo bello y lo feo, el amor y el odio, la saciedad y el hambre, el nacimiento, la vida y la muerte, todo adquiere la connotación del misterio y en el acto gana en significaciones, se transforma en otra clase más profunda de sabiduría, sin duda más humana; entonces María se aparece como el milagro de la imagen de la madre virgen, misericordiosa y a la vez férrea y perseverante, en la que se revela conmovedoramente un aspecto inusitado de la maternidad: pureza y castidad, belleza inmaculada fruto de un amor sin mezquindades, que tiemplan el carácter, el cual es capaz de bondad infinita y sufrimiento sin desesperación, incluso ante el desgarrador espectáculo del sacrificio del propio hijo.

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Año VIII / N° CCCV / 25 de mayo del 2020

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