jueves, 29 de octubre de 2020

Histoire imprécise des belles infidèles [CCCXXVI]

Edgardo Malaver




Caperucita Roja conoce al Lobo. Ilustrador anónimo, 1845






Después de horas y horas de lectura, comencé a escribir este artículo dudando que el poeta francés Gilles Ménage (1613-92) hubiera escrito alguna vez lo que más se repite de su obra, una afirmación que siempre figura en los relatos sobre la aparición del término belles infidèles, perteneciente al mundo de la traducción, pero también al de la literatura. Escribiendo la primera frase, repentinamente me percaté de que ninguno de los autores que yo consideraba serios, los que tuvieran nombres conocidos, ninguno traía la célebre cita sobre la amante de Ménage en Tours. Esta la ponían los desconocidos, y casi siempre sin declarar datos de fecha, edición, etc. Entonces volví a la lectura y descubrí que Ménage nunca dijo eso... o sí lo dijo, pero no lo dijo así.

En el siglo XVII se produjo en Francia un fenómeno literario nacido de la traducción que tuvo tanta visibilidad que se puede nombrar esa época, incluso ese siglo, por el nombre que se les dio a las traducciones, más que a las obras originales: el período (o el siglo) de las bellas infieles. Algunos traductores, encabezados por Nicolas Perrot d’Ablancourt (1606-64), hacían traducciones dejándose conducir para ello por su particular sentido del gusto, del “buen” gusto, claro, un gusto, además, exclusivamente francés. En otras palabras, aquellos traductores presentaban a los lectores franceses versiones de obras extranjeras en las que habían hecho las “correcciones” de estilo, de léxico y de cualquier naturaleza que ellos juzgaban “necesarias”, “pertinentes”, “favorables” para que el original mereciera ocupar un lugar en la literatura francesa. En muchos casos llegaron al extremo de modificar la obra mutilándole partes (alusiones, metáforas, proverbios y más) que pudieran herir u ofender la moral, la sensibilidad o el pudor de los lectores. Sobre todo los guiaba su propio sentido de cómo debía ser aquella obra que ya había sido escrita siglos antes para adecuarse a lo que habría escrito un francés del siglo XVII. El mayor apogeo del “movimiento” ocurrió dentro de las décadas de los 1640 y 1660.

D’Ablancourt tradujo en 1654 las obras completas de Luciano de Samosata (125-81) y por las libertades que se tomó en su trabajo recibió aplausos y cuestionamientos. Ménage, uno de sus principales críticos, en uno de sus artículos describió esta traducción comparándola con una amante suya a quien él apodaba “la bella infiel” (es fácil entender por qué). La versión más popular de esta historia es la que cuenta Edmond Cary en Les grands traducteurs français: “Me recuerdan a una mujer que amé mucho en Tours, y que era hermosa, pero me era infiel” (1963, 29). Se la conocía desde siempre, pero la versión siglo XX de Cary es la más difundida en la actualidad. Michel Ballard en De Cicéron à Benjamin nos revela lo que parece ser el párrafo que verdaderamente escribió Ménage: “Cuando apareció la traducción del Luciano del señor D’Ablancourt, mucha gente se quejó de que no era fiel. Yo la llamaba la bella infiel, que era el nombre que le había dado de joven a una de mis amadas” (1992, 147). Christian Balliu, después, en “Los traductores transparentes” afirma que la variante de Cary “con la alusión a la ciudad de Tours no se encuentra en ninguna fuente” (1995, 15). Nadie parece tener una versión más precisa.

Tal como hizo Ménage, otros criticaron duramente a D’Ablancourt y a todo aquel traductor que “embelleciera” el material original para adaptarlo al gusto y al espíritu francés de la época. Las bellas infieles tuvieron, a lo largo de la historia, opositores prominentes como Voltaire (1694-1778), que, a pesar de todo, no dejaron de reconocer el estilo elegante y refinado con que aquellos traductores hacían “originales” sus “traducciones”. Al mismo tiempo, ha habido también quienes los han respaldado, como el influyente Nicolas Boileau (1636-1711), el poeta que tradujo el tratado De lo sublime, y Charles Perrault (1628-1703), el autor de Caperucita Roja.

En contra de lo que parece hasta este punto, D’Ablancourt actúa con bastante honestidad. Por ejemplo, en uno de sus prólogos dice que sus traducciones son apenas “transposiciones” y que sólo pretende “retratar a los autores clásicos tal como hubiesen sido si vivieran en el siglo XVII” (Balliu, 1995, 23). Menos claridad nos deja en su proceder don Andrés Bello, que no menciona que unos cuantos de sus poemas son en realidad traducciones de versos de Víctor Hugo y otros autores.

Explica también que así como los embajadores se visten a la moda del país al que son enviados, la obra (y sobre todo el sentido de la obra) que se traduce bien puede adaptarse “al aire y a las maneras” de la lengua de llegada, pues “épocas diferentes exigen no solamente palabras sino también pensamientos diferentes” (D’Ablancourt citado por Balliu, 1995, 26). Los dramaturgos-traductores romanos actuaban de la misma manera cuando traducían-adaptaban las piezas teatrales griegas al latín, argumenta. Podemos acordarnos también de Martín Lutero cuando “miraba en la boca de los alemanes” la forma de decir más apropiada para trasladar el contenido del Antiguo Testamento al alemán.

Tenemos aquí entonces a un traductor que, a pesar de la imagen que nos han transmitido de él y de su escuela, ha construido una especie de posición teórica —y bien podría decirse que ideológica—, sobre su actitud, su práctica y su método de traducción. ¿Por qué se le “acusa” de proceder indebidamente al traducir textos de la antigua Roma al francés? Las traductoras feministas y poscoloniales hacen lo mismo. Es sencillo. Ménage, que era poeta, no traductor, y que no había logrado entrar en la Academia Francesa —aunque también es justo agregar que D’Ablancourt había recibido la ayuda de su amigo el académico Valentin Conrart (1603-75), que no lo era de Ménage— no gustaba de él y posiblemente era capaz de percibir las diferencias entre los originales griegos y latinos y las traducciones, y, por otro, esperaba disfrutarlos en todo su esplendor en su lengua materna. Y D’Ablancourt y compañía, como queda claro, le negaban ese placer, al menos parcialmente.

La aparición de las bellas infieles puede deberse en definitiva a que las “reglas” para la traducción —si es que tal cosa existió alguna vez— estaban de cierto modo edulcoradas por la categoría de género literario (género menor, pero género) que venía dándosele a la traducción desde hacía algún tiempo, en particular desde los sacrosantos espacios de la Academia, precisamente. También puede pensarse que aunque no todos los poetas eran traductores, en aquel momento todos los traductores sí que eran poetas.

El resultado más lujoso del trabajo de D’Ablancourt y otros traductores de bellas infieles y su admisión y labor en la Academia Francesa es que la traducción subió varios peldaños en la apreciación que en adelante tuvieron de ella los intelectuales y, más tarde, el público consumidor de traducciones. Para la lengua francesa, significó de igual modo un enriquecimiento, puesto que había un esfuerzo por embellecerla, ennoblecerla, alimentarla con nuevas formas de decir, nuevas historias e incluso nuevas palabras. La traducción era un género literario que se servía del autor para edificar nuevos monumentos en la lengua receptora, y para edificar la lengua receptora. Y la literatura escrita en francés, que en el siglo XVII sólo se escribía en Francia, siguió puliendo a su alrededor la imagen de que ella sola representaba el buen gusto en Europa y en el mundo.

En el matrimonio y en la traducción, todo depende de una promesa de fidelidad. En esta metáfora el traductor es la madre y recae sobre él la responsabilidad de “echar al mundo” hijos que reflejen la imagen indiscutible del padre, el autor, la autoridad. Si no lo hace, si esa imagen queda distorsionada y esa herencia no es claramente atribuible a la estirpe verdadera de donde proviene, los dedos acusadores señalan a la madre… y al traductor. De modo que este “arte de traducir a la francesa” quizá no cuadre geométricamente con el concepto de traducción, pero visto con los anteojos de la poesía, es arte y, por esta razón, ha sobrevivido en el tiempo. Las bellas infieles han tenido, como toda traducción, su influencia en la literatura y, por tanto, en la cultura. El propio Víctor Hugo, 200 años más tarde, utilizaría también la imagen de la sangre del padre para defender la traducción como camino para el enriquecimiento cultural: “Los cruces son tan necesarios para el pensamiento como para la sangre” (1996, 299). O sea, aun infiel, cuando es bella, la traducción multiplica la salud de la lengua.


emalaver@gmail.com




Referencias

Ballard, M. (1992). De Cicéron à Benjamin. Lille: Presse Universitaire de Lille.

Balliu, C. (1995). “Los traductores transparentes. Historia de la traducción en Francia durante el período clásico”. Hieronymus Complutensis 1, 9-51.

Hugo, V. (1996). “Los traductores”. En López García, D. (ed.), Teorías de la traducción: Antología de textos (283-307). Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Ménage, G. (1694). Menagiana. París: Pierre Delaulne.

Mounin, G. (1994). Les belles infidèles. Lille: Presses Universitaires de Lille.






Año VIII / N° CCCXXVI / 29 de octubre del 2020




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