Edgardo Malaver
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Otelo y Desdémona, demasiado tarde ya para descubrir la verdad |
[Sigamos la lectura de la semana pasada con el síndrome
de Otelo. Les hago silencio.]
Por otro lado, gracias a William Shakespeare (1564-1616), es fácil comprender la naturaleza de un síndrome que lleva el nombre de uno de sus personajes más destacados: Otelo, que presta oídos a las perversas palabras de su envidioso consejero, Yago, quien constantemente le siembra sospechas sobre la infidelidad de Desdémona, mujer de Otelo. Estas personas normalmente atormentan a sus parejas imponiéndoles límites para impedir el contacto con personas del otro sexo y exigiéndoles conductas “honradas” que mantengan en reposo sus celos, reproches injustificados y sed de venganza. El síndrome de Otelo casi siempre conduce a la violencia y, en ocasiones, también, como en la tragedia de Shakespeare, al homicidio.
En el mundo del arte, igualmente existe un síndrome muy peculiar cuyo nombre no proviene de una obra ni de un personaje sino del nombre de un autor: el síndrome de Stendhal (1783-1842), que es un trastorno psicosomático que se manifiesta en aumento del ritmo cardíaco, temblores, mareos, confusión mental e incluso desmayos en presencia de ambientes, obras de arte y objetos extremadamente bellos o estéticamente dignos de admiración. El escritor francés experimentó estas sensaciones en un viaje a Florencia y fue quizá el primero que las describió en sus obras. El síndrome se presenta normalmente en artistas y personas muy sensibles. Es presumible que existiera antes de Stendhal, pero fue él quien puso de moda al menos el término en el siglo XIX.
Y, francesa también, como Stendhal, es Madame Bovary, personaje de la novela homónima de Gustave Flaubert (1821-80). En este caso, la protagonista vive crónicamente insatisfecha por causa del aburrimiento que le causa su vida matrimonial en un ambiente rural. Las personas (no exclusivamente mujeres) que padecen este estado se crean expectativas románticas y, en general, emocionales desproporcionadas con respecto a su realidad social, económica y psicológica. Semejante actitud les acarrea enormes problemas que no dejan escapar a la familia y a los amigos. Tales fantasías y deseos, tales sueños de sentirse libres de ataduras, les producen una constante insatisfacción que puede ser insoportable y conducir, muchas veces, a la decepción y la depresión.
Estos y muchos otros “síndromes” —que no me he ocupado aquí de usar el término en su estricto sentido científico— pueden observarse, deducirse, estudiarse a partir de las montañas de los libros que leemos. El ser humano que se toma a pecho su humanidad desea sacudirse esa perversa idea de que es aburrido, de que es complicado, de que es pretencioso andar por con un libro entre manos, y sale a la calle llevando ya en la mente alguna idea de los rostros de la locura que va a encontrar aun en su propia calle; y también regresa a casa dispuesto a clasificar las imágenes humanas que ha recolectado
En suma, uno anda por ahí sin saber los complejos que tiene. Pero la literatura es tan buena y está inmiscuida de tal manera en nuestra vida que no hace más que lanzarnos esas insinuaciones, esas advertencias, esos avisos de amor que, de escucharlos, nos ahorrarían bastantes tropiezos. Y aquí sé que suena a que lo que leemos nos puede llegar a “proteger” de gente “peligrosa”. Sí, así es, también, pero esto va mucho más allá —o más acá, según se vea.
He dicho antes que todo libro es un espejo. Y dije antes aquí que lo que me impresiona más profundamente es que siempre es posible encontrar todos esos personajes, todos esos rasgos humanos, incluso todas esas condiciones psicológicas en lo que leemos en los libros, pero en realidad lo más impresionante, lo más aterrador es que al encontrarlos a ellos nos estamos encontrando a nosotros mismos.
En el mundo del arte, igualmente existe un síndrome muy peculiar cuyo nombre no proviene de una obra ni de un personaje sino del nombre de un autor: el síndrome de Stendhal (1783-1842), que es un trastorno psicosomático que se manifiesta en aumento del ritmo cardíaco, temblores, mareos, confusión mental e incluso desmayos en presencia de ambientes, obras de arte y objetos extremadamente bellos o estéticamente dignos de admiración. El escritor francés experimentó estas sensaciones en un viaje a Florencia y fue quizá el primero que las describió en sus obras. El síndrome se presenta normalmente en artistas y personas muy sensibles. Es presumible que existiera antes de Stendhal, pero fue él quien puso de moda al menos el término en el siglo XIX.
Y, francesa también, como Stendhal, es Madame Bovary, personaje de la novela homónima de Gustave Flaubert (1821-80). En este caso, la protagonista vive crónicamente insatisfecha por causa del aburrimiento que le causa su vida matrimonial en un ambiente rural. Las personas (no exclusivamente mujeres) que padecen este estado se crean expectativas románticas y, en general, emocionales desproporcionadas con respecto a su realidad social, económica y psicológica. Semejante actitud les acarrea enormes problemas que no dejan escapar a la familia y a los amigos. Tales fantasías y deseos, tales sueños de sentirse libres de ataduras, les producen una constante insatisfacción que puede ser insoportable y conducir, muchas veces, a la decepción y la depresión.
Estos y muchos otros “síndromes” —que no me he ocupado aquí de usar el término en su estricto sentido científico— pueden observarse, deducirse, estudiarse a partir de las montañas de los libros que leemos. El ser humano que se toma a pecho su humanidad desea sacudirse esa perversa idea de que es aburrido, de que es complicado, de que es pretencioso andar por con un libro entre manos, y sale a la calle llevando ya en la mente alguna idea de los rostros de la locura que va a encontrar aun en su propia calle; y también regresa a casa dispuesto a clasificar las imágenes humanas que ha recolectado
En suma, uno anda por ahí sin saber los complejos que tiene. Pero la literatura es tan buena y está inmiscuida de tal manera en nuestra vida que no hace más que lanzarnos esas insinuaciones, esas advertencias, esos avisos de amor que, de escucharlos, nos ahorrarían bastantes tropiezos. Y aquí sé que suena a que lo que leemos nos puede llegar a “proteger” de gente “peligrosa”. Sí, así es, también, pero esto va mucho más allá —o más acá, según se vea.
He dicho antes que todo libro es un espejo. Y dije antes aquí que lo que me impresiona más profundamente es que siempre es posible encontrar todos esos personajes, todos esos rasgos humanos, incluso todas esas condiciones psicológicas en lo que leemos en los libros, pero en realidad lo más impresionante, lo más aterrador es que al encontrarlos a ellos nos estamos encontrando a nosotros mismos.
emalaver@gmail.com
Año XII / N° CDLXXXIV / 28 de octubre del 2024
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