lunes, 4 de diciembre de 2023

Tres diminutivos más bien singulares [CDXXXVI]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Los Jardines Colgantes de Babilonia son la única maravilla del mundo
antiguo de sobre la cual no queda evidencia tangible. Ilust.: O. Mann



 

 

         En español hay más diminutivos que palabras. Hay tantos que en unos países se usan unos que a veces en otros países no se conocen. Pienso ahora mismo en el diminutivo borrico de los españoles, que para nosotros en Venezuela, por más que le pongamos cabeza, está lejos de sugerir su significado de ‘burro pequeño’. Pondré un solo ejemplo, porque hay más en el número II de Ritos, de marzo del 2013, en el que José Antonio Millán nos hablaba de lo que llamó diminutivos ocultos, es decir, términos que, en apariencia, o por reputación, son palabras primitivas, pero que por morfología son diminutivos: ardilla, abanico, cangrejo.

         En Perú los diminutivos son caracteres tan dominantes que, a menudo, incluso las apócopes los tienen: acortan, por ejemplo, señora y dicen seño, pero luego, influidos por el poder seductor del diminutivo, a las mujeres que han llegado a la madurez las llaman señito. El diminutivo incluso ha penetrado el territorio de los habitualmente imperturbables adverbios: aquicito, tardecito, casito. Aunque algunos de ellos viven también en otros países, aquí se sienten más en casa.

         ¡Pero...! Lo que más me asombra y me vuelve a asombrar, por más que lo oiga cada día con más frecuencia, es el diminutivo de algunos nombres propios que hasta parecieran haber sido diseñados intencionalmente para no admitir diminutivo. Y hay tres nombres particulares, masculinos los tres, de esos impermeables que, en Perú, han tenido que bajar la cabeza ante las fuerzas hipocorísticas del habla: Edgar, César y Héctor. Los tres son nombres cuyo rasgo común más destacado es el de llevar el acento en la penúltima sílaba; además de eso, es interesante que terminan con un sonido consonántico que no les da, en realidad, señales masculinas ni femenina. ¿Y cómo se construye en Perú el diminutivo de estos bienaventurados nombres? Edguítar, Cesítar y Hectítor. Seguramente hay otros, pero para ser rigurosamente honesto, no han llegado aún a mis oídos.

         Entonces, dejándome llevar por las insinuaciones el método científico, intenté hacer un corpus de estos nombres para ver qué me descubría. Quizá por mi impericia como filólogo, sólo encontré Amílcar. A pesar de que cumple con la descripción del “corpus”, apenas puedo hacerme hipótesis porque nunca he oído que a nadie lo llamen Amilquítar.

         Ampliando un poco el criterio de selección, se me aparecen estos: Apolinar, Baltazar, Omar y Oscar. La diferencia con los anteriores es que son todos palabras agudas, pero lo importante es que nadie va a dudar de construir sus diminutivos con el sufijo -cito. Es decir, habrá que ponerlos en otra gaveta.

         Una curiosidad que tiene el “corpus” inicial es Héctor, que termina con -or y no con -ar, y su “descendiente”, Hectítor. Por esa razón, decidí ampliarlo y entonces entraron nombres como Agenor, Amador, Igor, Nabor, Nicanor y Salvador. Sin embargo, ninguno de estos parece susceptible de aceptar el peculiar infijo de diminutivo que los convertiría en Agenítor, Amadítor, Iguítor, Nabítor, Nicanítor y Salvadítor. A no ser, limitadamente, remotamente, por el primer caso, no suenan plausibles. A este grupo pertenecerían —¿como excepción fonética, quizá, por ser grave entre los agudos?—, Néstor y Nestítor, pero todos conocemos a algún Néstor al que llaman Nestico.

         Hasta donde he llegado en esta brevísima investigación, todo indica que es un diminutivo peruano. Apenas tenga más noticias al respecto, me apresuraré a comentárselo a ustedes aquí mismo. Si de veras lo es, quizá se explique por la influencia que han tenido las lenguas indígenas sobre los hablantes del español en Perú. Y si ocurre en otros países, bien podría ser una “reacción” del propio español a nombres que, en el fondo y en su origen, son extranjeros: inglés el primero, latino el segundo y griego el tercero. Sin embargo, muchos de los otros que hemos considerado y que adoptan diminutivos de manera muy propiamente española también lo son. Toca seguir investigándolos.

         Cuando yo era pequeño, al lado de mi casa vivía una familia cuyo hijo más joven se llamaba Esteban, y todos lo llamábamos Estebita. A la primera, cualquier podría haber pensado que estábamos menoscabando la masculinidad de aquel niño, pero lo cierto es que a nadie llamaba esto la atención porque es una de las formas regulares en que se comporta el diminutivo en español. Pasa lo mismo, al menos en Venezuela, con el sustantivo mano: su diminutivo más común es manito, aunque sea, y siga siendo, femenino.

         Qué lástima que antes de Cristo no existiera la lengua española. Habría sido un gusto saber con qué diminutivo llamaba su madre a aquel rey de Babilonia que ahora recordamos por la construcción de míticos jardines colgantes y la destrucción del templo de Jerusalén.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXXXVI / 4 de diciembre del 2023

 

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