lunes, 16 de enero de 2017

Mi primo es mi tío [CXXXIX]

Edgardo Malaver


 
Retrato anónimo de John Donne, cerca de 1595



          “¿Quién es tu hermano? Tu vecino más cercano”, decía con frecuencia mi abuela. Un momento... ¿mi abuela? Es la madre de mi madre. Sí, es mi abuela. El vecino, por más cercano que sea, no es de mi familia... ¿O sí lo es?

         No, pero existen parentescos que, al menos en Venezuela, no llamamos igual que en otros países. La de primos y tíos, por ejemplo, es una relación cuyo concepto aquí sufre una variación bastante curiosa con respecto a la utilizada por otros hablantes del español, que, sí, está bien, son la mayoría.
         Hasta donde llegan mi vista y mi oído, en el español que se habla en Venezuela, en general, un tío es exclusivamente un hermano de nuestro padre o de nuestra madre. Según el diccionario, sin embargo, es un hermano o un primo de nuestro padre o de nuestra madre. Es así en los tres países de habla española que he visitado, y la de controversias y confusiones que despierta esa diferencia en conversaciones entre personas aficionadas a la genealogía... o que simplemente cultivan un intenso amor por sus antepasados.
         Quizá sea de esa definición que provenga el amplio uso que se hace en Venezuela del término primo hermano, aunque ninguno sepamos explicarnos por qué no es suficiente con decir primo. En esos otros países los primos hermanos son los primos en primer grado, los hijos de nuestros tíos, porque nuestros tíos son hermanos entre sí, mientras que los primos a secas lo son en segundo grado (primos segundos), es decir, el parentesco que une a los hijos de dos que son primos hermanos. También debe ser por esa razón que conservamos tío abuelo o bistío, porque en la nomenclatura regular de los parentescos, que incluso es un asunto legal, existe una diferencia sustancial entre un tío que es hermano de mi padre y otro que lo es de mi abuelo. En Venezuela llamamos igualmente tía a la hermana de nuestra madre y a la de nuestra abuela. Simplemente tía.
         Tampoco es muy común en Venezuela —y aquí espero con fe que alguien me contradiga— la costumbre de adoptar como tíos, sobrinos, etc., a los hermanos, primos, etc., de la esposa de un tío nuestro. Me doy cuenta, al decir esto, de que la viuda de mi tío Luis Eduardo, Amanda, siempre ha sido para mí la esposa de mi tío y, después de 40 años en la familia, quizá sea tarde ya para comenzar a llamarla tía. Y mi primo José resulta que en realidad tendría que ser mi tío, porque es primo hermano de mi madre, es decir, hijo de una hermana de mi abuela materna. (Ahora que él ha bautizado a una de mis hijas, ¿tendré el deber —o quizá el derecho— a convertirme en su sobrino? Siento que sería un descenso en el rango.)
         En Venezuela en realidad, aunque en lo que atañe a los lazos familiares parezca que tenemos más cuidado acerca de a quién considerar tío y a quién primo, uno puede llamar primo o tío a cualquiera que vaya pasando por la calle, en un intento de ganarse su confianza o su compasión. Un día en Puerto La Cruz, cuando yo aún no había cumplido 20 años, un mendigo de unos 70 me dijo: “Dame un bolívar, mi tío, por caridad”.
         Pueden ser señales que nos da la lengua para que entendamos que, para traducir arbitrariamente a John Donne (1572-1631), no hay hombre que sea una isla, siempre hay algún vínculo, con otras familias, con otras palabras, con otros mundos. Todos los nombres nombran y en las diferencias está la riqueza.

emalaver@gmail.com





Año IV / N° CXXXIX / 16 de enero del 2017

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