lunes, 12 de octubre de 2015

Pekín y Bombay [LXXVII]

Edgardo Malaver


         En mayo de este año tenía ganas de escribir sobre el nombre de Venezuela, su sufijo dizque peyorativo, la hipótesis sobre su origen indígena, su explotado género femenino, etc.; pero, al descubrir que el maestro Ángel Rosenblat ya había dicho todo lo que yo planeaba decir y otras mil cosas y —sobra decirlo, pero lo digo— de una manera insuperablemente sabia, desistí. Algunos temas tienen eso: hay que ser un Rosenblat para decir algo nuevo alguna vez.
         No puedo, sin embargo, adoptar la práctica de escribir sin investigar al menos un poco. La semana pasada me puse, entonces, a investigar un poco sobre dos ciudades cuyos nombres en algún momento han cambiado: Pekín y Bombay; desde hace mucho tiempo me repican esos dos nombres en la memoria porque la última vez que cambiaron, las autoridades de China y de la India, respectivamente, nos pidieron al mundo entero que dejáramos de llamarlas como las hemos llamado desde que existen y las llamemos como ellos, ahora, de repente, nos indican: Beijing y Mumbay. Nunca ha dejado de molestarme esta, cuando menos, arrogante aspiración, pero he descubierto en estos días que el cambio tiene cierto sentido. En ambos casos —y en otros, como el de Leningrado, Zaire y Cuzco—, la decisión se ha tomado para rescatar el nombre original, el de los antepasados, el que, al menos idealmente, contiene más y mayores rasgos de la identidad del pueblo. Contra eso, ni una palabra.
         Mi oposición, sin embargo, nace de lo que podría llamarse un derecho de nombrar que tienen los hablantes de toda lengua, vinculado de manera natural —o equivalente— a lo que Ferdinand de Saussure llamó la arbitrariedad del signo: esto, aquí, se llama como lo decidamos nosotros (o como lo hayan llamado nuestros antepasados). Cómo lo llaman en su lugar de origen los hablantes de la lengua de ese lugar, aunque bueno de saber, no forzosamente tiene que ser tomado en cuenta. En español, esas ciudades se llaman Pekín y Bombay y a los hablantes del español no nos hace falta conocer los idiomas de esos lugares para utilizar esos nombres en la vida cotidiana.
         Después de leer un rato en Internet, me percato, como en mayo, de que al decir más que esto no haría otra cosa que redundar. Por esa razón hoy pretendía limitarme (sin éxito, como se ve) a reseñar tres artículos sobre el asunto, los que he encontrado más serios y serenos. El primero se titula “¿Beijing o Pekín? ¿Bombay o Mumbai? Un dilema para la ONU”, escrito por la argentina Carolina Brunstein y aparecido en el diario Clarín de Buenos Aires el 1° de septiembre del 2004. El segundo, “¿Pekín o Beijing?”, del mexicano José G. Moreno de Alba, apareció el 20 de septiembre del 2007 en el suplemento cultural de El País de Madrid. El tercero, titulado también “¿Pekín o Beijing?”, se publicó en el Listín Diario de Santo Domingo, el 14 de agosto del 2008, firmado por el dominicano Fabio J. Guzmán Ariza.
         Ellos, a lo Rosenblat, han dicho, ni más ni menos, lo que yo quería decir.

emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXVII / 12 de octubre del 2015

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