lunes, 13 de febrero de 2023

Nombres prohibidos [CDVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

El encuentro de David y Abigaíl (1630), de Peter Paul Rubens

 

 

         Yo trabajé en Margarita con una muchacha argentina que contó una vez que sus padres la habían querido llamar Samanta. Ambos habían soñado durante años con tener una niña y ponerle ese nombre, pero al llegar a la prefectura para inscribirla en el Registro Civil, los funcionarios les informaron que ese nombre estaba prohibido en Argentina. Los padres explicaron cuánto significaba aquel nombre para ellos, pero para simples escribientes, en la dictadura de los años 70, no era posible aceptarlo. Protestaron, y entonces les trajeron el libro donde estaban los nombres permitidos. Después de mucho discutir, argumentar y alterarse sin ningún resultado, ya furioso pero accediendo a los ruegos de su mujer para que no se metieran en un problema mayor, el padre cogió el dichoso libro decidido a poner a su hija el primer nombre que apareciera en él. Y fue así como aquella compañera terminó llamándose Abigaíl.

         En el año 2009, en Venezuela, a alguien con algo de poder se le ocurrió que habría que modificar la ley para impedir que los niños fueran llamados, por ejemplo, con nombres extranjeros, nombres de superhéroes del cine y la televisión, de dictadores o criminales, nombres que fueran combinaciones extravagantes o vulgares y todo nombre que pudiera considerarse ridículo o que, en el futuro, significara un atentado contra la dignidad o la estabilidad psicoemocional del niño. Algo bueno tuvo aquella propuesta: logró poner de acuerdo a los padres que ponen nombres extraños a sus hijos y a los que están en contra de esa práctica. Estábamos todos de acuerdo en que, aunque quizá muchos debían adquirir un poco más de conciencia sobre ello, los padres tenían que conservar la libertad de nombrar a sus hijos como ellos decidieran y no que el Estado se lo impusiera, por limitada y razonable que fuera la lista de los prohibidos.

         Además de ser una actitud arrogante, ¿con qué criterio uniforme y confiable puede nadie confeccionar una lista de nombres que sean “apropiados” para los ciudadanos? ¿Quién tiene tal nivel de equilibrio y tal combinación de conocimiento, flexibilidad y “buen gusto” para ser justo en semejante tema? El primer propósito que siempre se menciona es el del origen cultural del nombre. Sin embargo, ¿dónde existe un origen cultural tan claro y homogéneo que ofrezca opciones aceptables para todos en un asunto tan subjetivo?

         Ya todos hemos oído que el nombre de una persona puede traer consecuencias sobre su psicología. Y mil veces nos han dicho también que en las culturas más antiguas el nombre de cada quien insinuaba desde el principio el destino del recién nacido. En la Biblia, por ejemplo, Isaac proporcionó ‘alegría’ a sus padres, ancianos ya cuando lo engendraron; Moisés fue ‘sacado de las aguas’ y luego guio a su gente a través del mar; Jesús, que se salvó de la matanza de los inocentes, se convirtió en el ‘salvador’ de su pueblo. No es que en esta época sea nadie capaz de dibujarles el destino a los hijos de tal manera, pero sí es posible, al menos, no torcerles la vereda por la que les tocará caminar. De modo que conviene llevar nombres agradables, que no perturben, que no avergüencen, que no aplasten.

         Es un asunto de educación, me parece. Si usted tiene una poca de conocimiento del mundo que va más allá de la calle en que nació, creció y aprendió a conducir, es probable que, al menos por comparación, se le cuelgue la idea de que hay nombres comunes y nombres no comunes. El argumento de los nombradores extravagantes es que quieren que sus hijos tengan nombres que nadie más tenga. ¿Qué ganarán con eso? Ellos, una ilusión, quizá; los hijos, la frustración. Una vez instalado Internet en nuestra vida, todos los portadores de “nombres originales” han descubierto que en el vecindario vecino y tres países más allá y al otro lado del mar hay otros que se llaman igual.

         También es un asunto de cultura, ¿no? Uno tiene que tener un nombre que concuerde con la cultura en la que ha nacido. Hay que tomar en cuenta que ese nombre va a ir unido, en todos los documentos de su portador, durante toda la vida. Y más tarde también. Sin embargo, hay gente, en todas las culturas, que parece creer que los nombres que han heredado de miles de años de tradición (y casi todas las demás palabras que les da su lengua) son inferiores, y por tanto despreciables, si se les compara con los de otras culturas, entre más lejanas mejor. Estas combinaciones, cuando son simplemente nominales y no tienen la profundidad del enriquecimiento cultural, suelen guardar semejanza con los faunos y los centauros.

         Es cuestión de conciencia también, de quién es uno, que abarca lo que es y ha sido el pueblo donde uno ha nacido. Si descubriéramos que ningún otro pueblo tiene más dignidad que el nuestro, aunque fuera simplemente porque es el único que es nuestro, quizá así descubriríamos más de nosotros la belleza de los nombres que nos dejaron nuestros bisabuelos.

         A aquella Abigaíl la llamaron siempre Samanta en casa porque, gracias a Dios, algo que no pueden hacer las autoridades es suprimir la claridad de propósitos de aquellos que la poseen. Tampoco pueden borrarle a la gente la lengua que quiere hablar. Aquellos padres tuvieron que cambiar, en los documentos de su hija, la influencia anglófona por la judeo-cristiana, de tradición más prolongada e indudablemente más cercana a su historia. El origen de aquella prohibición en Argentina era de naturaleza ideológica: aspiraba a eliminar los nombres ingleses, es decir, procedentes de una cultura “imperialista”, pero quién sabe si Samanta habría sido bueno para la niña. Lo que sí es ridículo en este campo y en otros es pensar que vamos a poder cambiar la sonoridad de los nombres por decreto, que vamos a poder trazarles un camino a las palabras con una ley. Aunque estén prohibidos, la gente seguirá escogiendo para sus hijos nombres que se asemejen a los latidos con que los aman. Y que estén prohibidos no es un obstáculo lingüístico ni emocional, ni siquiera jurídico. Es simplemente un antojo ideológico de los gobernantes, que tarde o temprano la lengua viva que habla la gente vencerá.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDVIII / 13 de febrero del 2023

 

1 comentario:

  1. De acuerdo con que [y aquí parafraseo] los padres puedan conservar la libertad de nombrar a sus hijos como ellos decidan y no que un Estado imponga este derecho pero es indudable que la "creatividad" se le va de las manos a más de uno por ahí. Véase:
    https://maduradas.com/se-ponen-creativos-los-nombres-mas-raros-los-bautizado-venezolanos-fotos-se-pasan/

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