lunes, 20 de febrero de 2023

Formas de comenzar un cuento [CDIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Cada vida es un cuento que comienza y termina.
Macario (1960), de Roberto Gavaldón

 

 

         Van a encontrar de todo, como en la viña del Señor. Formas de comenzar un cuento hay más de las que hubiera podido pensar Sherezade, que tuvo que volver a comenzar mil veces. Y todo aquel que ha escrito ars poeticas para jóvenes y más jóvenes escritores, ha reflexionado sobre la importancia de las primeras (y las últimas) palabras de un cuento. Que hay que comenzar ex abrupto, “como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar”, dice Quiroga; que es en “la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento”, dice Bosch; que hay que “sangrar en esas primeras líneas”, dice Campbell.

         La propia Sherezade, en realidad, tiene el recurso de entrelazar el final de un cuento con el comienzo del siguiente, a instancia de su hermana o del rey mismo —lo cual valdría la pena ensayar—. A mitad de la noche 290, por ejemplo, al terminar la historia del poeta Abu-Nowas, Shariar le insiste en que le cuente aventuras de viajes. Ella entonces, narra (según la traducción de Blasco Ibáñez) la conocidísima historia de Simbad el Marino:

 

He llegado a saber que, en tiempo del califa Harún Al-Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba transportar bultos en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel día precisamente sentíase un calor tan excesivo que sudaba el cargador, abrumado por el peso que llevaba encima.

 

Adornan este comienzo la sencillez del cuento oral y, al mismo tiempo, el lirismo de la antigüedad árabe. Alguna virtud había de traer esta arabesca forma de iniciar un relato cuando, siglos más tarde, Borges abre su también muy celebrado cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” de esta manera:

 

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.

 

         El siglo XX nos dio muchas formas que antes no se habían intentado —digo esto con el temor de que salte Cervantes a abofetearme con un ejemplo, o varios, de esos suyos que valen por ciento cuarenta del futuro—. La frase corta se instaló en la primera página de muchos cuentistas, siguiendo el ejemplo de algunos maestros. Miren nada más lo que hace el inigualable Quiroga en “El almohadón de plumas”:

 

Su luna de miel fue un largo escalofrío.

 

Es suficiente. Si usted no se queda colgado de esta introducción y no busca a tientas un sillón para beberse las restantes 1.200 palabras, es porque no tiene corazón.

         Sin embargo, más poético y más sintético es Tolstói en “Tres muertes”, que comienza así:

 

Era otoño.

 

Quizá sea el misterio que se intuye detrás del solo nombre del otoño, el cambio que está a punto de suceder, lo que cae y lo que queda en pie, lo que nos amarra a la página y seguimos leyendo.

         Hay cuentistas que nos asoman algún componente más del misterio en esa primera frase, pero igualmente quedamos intrigados y curiosos. Israel Centeno nos da un ejemplo en “Le bain”:

 

Muerta de miedo tal vez, despertó repitiendo esa frase.

 

¿Cuál frase? Es lo que desde ese instante deseamos averiguar. ¿Nos la dirá el narrador? Pero sin leer la segunda frase, queremos saber: ¿por qué está muerta de miedo?, ¿por qué “tal vez”?, ¿quién está en semejante situación?

         Otros, aunque igualmente nos ponen las esposas hasta que terminamos de leer, casi cuentan toda la historia en la primera oración. Miren ustedes cómo Walsh casi no deja detalle sin aclarar en “Cuentos para tahúres”:

 

Salió no más el 10 —un 4 y un 6— cuando ya nadie lo creía.

 

A pesar de proceder con lo que Cortázar llamaba “economía de medios”, vemos de una vez un jugador de dados, un casino (o una cantina mexicana de mala muerte), una mala racha y una desesperanza. Los hay que detienen la lectura en este punto porque no creen que haya nada más adentro gente de poca fe.

         A veces no alcanza la fe, ni el misterio, para imaginárselo todo. García Márquez lo asusta a uno con lo que podría ser un inicio de cuento sobre alguien que cría canarios... pero ¿y si es otra cosa? ¿Y si alguien quiere encerrar a un loco? Bien podría ser hasta don Quijote. Así comienza “La prodigiosa tarde de Baltazar”:

 

La jaula estaba terminada.

 

         Sucede también con Mansfield. Nos pone en una atmósfera agradable, de la que despertamos cuando comenzamos a hacernos preguntas. Su cuento “Fiesta en el jardín” comienza de este modo:

 

Y, después de todo, el tiempo era ideal.

 

¡Y comienza con y! O sea, hay una parte del cuento que ya contó pero que no escuchamos. Quiroguiana y neozelandesa a la vez la chica, se ha propuesto hacernos disfrutar de la fiesta antes de que descubramos que ya no importa.

         A ver qué imaginan ustedes al leer, al principio de un cuento titulado “Coincidencias”, una imagen como esta:

 

Sentados en la piedra miraban los círculos de agua.

 

Yo me imaginé a dos criaturas aladas, de la especie de Campanilla, la de Peter Pan, que meten los pies en el agua mientras esperan que Ana Teresa Torres los llame a la aventura. Y entonces, ágiles y ligeros, salen volando.

         Falta tiempo y espacio para comentar otros ejemplos, la colección es enorme, apenas comparable a aquel campo de velas al que llega Macario, el protagonista de aquella misteriosa película, huyendo de una muerte terrible. Cada pequeña llama que observa, de todas las épocas, de todos los rincones del mundo, podría representar un cuento que inicia con palabras atractivas y nebulosas.

         No veo estos ingeniosos inicios como estrategias enganchadoras, que sería lícito que lo fueran. Las veo como frutos de la sensibilidad del espíritu que crea y que se desnuda poco a poco ante otro espíritu que aguarda anhelante. Ya que el primerísimo contacto con aquellos que esperan esas historias ha de influir en toda la interacción que llamamos lectura, ese espíritu cifra y dicta a la mano que escribe la clave que abre la comunicación y revela la intimidad y la fidelidad que existe entre el narrador y el lector.

         Acaso esa especie de romance latente pueda encontrarse, iluminado por la sencillez de la frase, en cuentos como “Caballero de Bizancio”, de Laura Antillano, que comienza diciendo:

 

Yo abro la puerta y está usted.

 

Quién sabe si ese abrir de puerta termine siendo un hábito de los personajes, es decir, que, como dice Piglia, el narrador nos distrae con una historia para escondernos otra, la que importa, pero mientras conjeturamos sobre esa puerta, sobre el yo y el usted, sobre por qué no es un tú, sobre quién está dentro y quién afuera, sobre quiénes son, ya los espíritus de quien cuenta y quien escucha se reconocieron, se enamoraron y se lanzaron a vivir.

         Saramago también recurre a esta “clave” al principio de esa rareza que es, según él mismo, su único cuento infantil: “La flor más grande del mundo” (recito de memoria):

 

Nada más comenzar la primera página, aparece un niño en el fondo del bosque.

 

         Pero no sé si he encontrado manera más tierna y graciosamente misteriosa de comenzar un cuento para niños que aquella con que Carlo Collodi comienza Pinocho, su obra más grande (leo la traducción de Ana María Del Ré):

 

Había una vez...

—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un trozo de madera.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDIX / 20 de febrero del 2023

 

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