Edgardo Malaver Lárez
Leía de claro en claro y de
turbio en turbio.
Buenos amigos (1881), de Albert
Edelfelt
Cuenta el nunca como se
debe alabado autor de Don Quijote de la Mancha, de cuyo nacimiento en
fecha de hoy supe acordarme, que en escribiendo el prólogo de su obra más grande
y más discreta, encontrábase “suspenso, con el papel delante, la pluma en la
oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría”. Y
costábale tanto escribirlo debido a una sola circunstancia: “el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo”. Temía presentar su obra “seca como un esparto,
ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición
y doctrina”.
En semejante situación he
estado yo en los días recientes al pensar qué podía decir en el artículo de hoy,
que por tradición dedico a Miguel de Cervantes el 29 de septiembre, cuando
comenzó a sonar en mi mente aquella sencillísima pero enigmática formula de
dirigirse el autor a su público: “desocupado lector”. Me resulta enigmática
porque no cabe en ese momento de la obra más que halagar, seducir, atraer al
lector para que al menos eche un vistazo a la obra que se pone en sus manos —y esto
en cierta forma confiesa Cervantes en algún punto—, pero él lo adjetiva como “desocupado”.
¿No suena a la primera como una especie de reproche? ¿No parece que estuviera
llamándolo más bien ocioso, de lo cual no iba a sentirse feliz, por más que lo
fuera, nadie que se respetara a sí mismo?
Claro que sí. Sin embargo,
la primera mitad del prólogo de Cervantes pretende disculparse de estar a punto
de entregar el texto a la imprenta sin todas las notas de brillantez y
erudición que se acostumbraba e incluso sin prólogo porque, honestamente, no
encontraba qué escribir ni qué poner antes del principio ni después del final
de las aventuras de su “enamorado” y “distraído” personaje. La verdad es que no
le tocaba a Cervantes escribir tal prólogo. Yo he oído a autores tan enterados
de este asunto como Arturo Úslar Pietri (1906-2001) y Mario Vargas Llosa (1936-2025)
decir que en realidad Cervantes escribió él mismo el prólogo de Don Quijote,
que no era lo que se estilaba en su época y era mal visto, porque todavía en 1604
nadie daba un centavo por un autor como él, un desconocido, un soldado fracasado,
un poeta que no había publicado nada en veinte años, un actor sin histrionismo,
un dramaturgo de sainetes. De modo que lo que dice de sí mismo en el prólogo,
aunque parezca modestia, termina siendo cierto, al menos parece ser lo que se
decía de él:
Yo determino
que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta
que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo
me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque
naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo
que yo me sé decir sin ellos.
Entonces, el adjetivo que nos
dedica a los lectores no es, ni mucho menos, ofensivo ni desafiante. Nos dice
en realidad: usted, que solo estando desocupado podría haber hallado el
tiempo para coger entre manos esta obra; usted, que tiene tanto tiempo
disponible que se ocupa nada menos que de leer este libro que ni los sabihondos
letrados han querido prologar; usted, oiga esta advertencia.
Cervantes es tan poco
descortés con su lector que, poco después de dejar esto asentado en el texto, incluso
le expresa estima, y alta estima. Le dice “lector carísimo”. No puede hacer otra
cosa un autor que cree, como parece creer Cervantes, que su obra no vale tanto
como ahora sabemos que vale. A cualquiera que, a pesar de todo y aun al pasar
el tiempo, se ponga a leer Don Quijote le espera esa grande recompensa
en las propias páginas de la novela: el cariño del autor. No soy un lector
cualquiera, no soy un lector desechable, no soy un lector gris ni ignorado: soy
un lector “carísimo” a la mano que escribió lo que leo. Soy lector de El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Y no se conforma Cervantes
con lo dicho hasta ahora: al dirigirse por tercera vez al lector en el prólogo
lo llama “lector suave”. ¿Qué significará esto? Hay dos series de sinónimos que
da el diccionario, basadas en las varias acepciones de la palabra suave.
La una es “agradable, dulce, grato, gustoso, delicado”. La otra es “magnífico,
excelente, estupendo”. Es decir, después de celebrar que el lector tenga el
tiempo de dedicarle unas horas de lectura, después de expresarle su estima,
Cervantes lo halaga y le manifiesta incluso su gratitud por la finura que ha
demostrado para con él al leer su libro. Qué gusto da escribir para ti, desocupado,
carísimo, suave lector, qué estupendo eres, qué dulzura es dejarte escritas
estas palabras que tanto me ha costado tejer.
Creo que ambos interlocutores
salen satisfechos de este intercambio, porque no es poco lo que disfruta uno,
lo que se ríe, lo que ama al leer la historia de aquel delirante hidalgo que todo
era capaz de arriesgar, y aun de perder, por su amor a la justicia, a la belleza
y lo grande que hay en el espíritu humano.
Con razón cuando les
pregunto a los escritores de hoy de qué escritor del pasado les hubiera gustado
ser amigos, antes de que me respondan, interiormente me digo a mí mismo que si
me preguntaran a mí, diría: “De Cervantes”. No se me asoma vacilación alguna.
emalaver@gmail.com
Año XIII / N° DXVI / 29 de septiembre del 2025
ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE CERVANTES