lunes, 22 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (II) [CDLXX]

Edgardo Malaver Lárez



Codex Aemilianensis, datado en el 994



Y cualquiera diría que esos cambios suceden en la informalidad de la lengua hablada cotidiana, en la calle, en el mercado, entre los niños, entre las personas que han tenido menos educación. Ciertamente. Si uno va a conversar con el ministro de Cultura de Costa Rica, es muy poco probable que le atrape un verbo mal conjugado; si uno se tropieza por ahí con un profesor de filosofía de la Universidad de Chile, sería extraño que hable con dequeísmo; pero así es como ha funcionado este negocio desde que Eva se acercó a Adán con aquella oferta que todos recordamos. Es precisamente en el mercado, en el barrio bullanguero, en la fiesta desordenada del pueblo reunido con el pueblo donde se cuecen las lenguas, donde hierven los cambios que serán la norma más aceptada y apreciada en el futuro. Es en la boca de los niños, que de camino de la escuela a la casa se atreven a decir lo que sus padres y maestros no les permiten, donde nacen las interjecciones, las formulas de tratamiento, las nuevas palabras del diccionario de dos y tres décadas más tarde. Pasados dos o tres siglos, a todos les parece que esas son las palabras que no se pueden violentar y que la juventud malhablada de ese momento está deformando la lengua que han recibido de sus padres (los malhablados del pasado, lo sabemos). La generación de Aristóteles se quejaba de lo mismo.

El latín no se convirtió en español, por ejemplo, porque en Hispania comenzaran a decir oculus en lugar de ophthalmos, caballus en lugar de equus, jocare en lugar de ludere. Sin duda, esa era una señal de lo que estaba pasando más adentro, pero la evolución esencial de una lengua hacia la otra ocurrió cuando los hispanos comenzaron a cambiar el orden de los elementos de la oración latina, a conjugar los verbos de manera diferente, a vincular mediante otras fórmulas las palabras de su discurso, a “torcer” la estructura que ofrecía el latín, la relación entre las palabras, y esa conducta les ofreció una mayor precisión, una mayor claridad, una mejor comunicación entre los miembros de la comunidad. Generación tras generación, los nuevos modos de expresión —que, sí, son siempre adoptados primero por los más jóvenes— fue fortaleciéndose, fue quedándose en la mente colectiva como las formas más adecuadas, más sencillas, más “correctas”, y fueron heredadas por la generación siguiente. Separados por una mayor distancia de las que existen hoy por causa de la mayor lentitud de las comunicaciones, fue apareciendo en Hispania un código que pocos en Roma reconocían. Pero no es razonable pensar que ese “español” que apareció entonces, hace mil años, es el que hablamos ahora. El español que hablamos ahora también es el resultado de una evolución, y lo más interesante de eso es que sigue y seguirá evolucionando hasta que, de tanto evolucionar, quién sabe, se convierta en otra cosa.

¿Existe, entonces, alguna señal en el español de América Latina que nos haga pensar que, aunque sea incipientemente, se esté convirtiendo en otra lengua? Quizá sea demasiado pronto para afirmarlo, pero, más allá de la mera sinonimia que siempre se menciona —en Colombia llaman suéter a lo que en España llaman chándal—, tendrían que aparecer cambios sintácticos, que tendrían que llevar, después de mucho tiempo, a la incomprensión total entre comunidades nacionales, para que pudiera llegarse a esa conclusión. ¿Se oyó eso? Comunidades nacionales enteras que difícilmente pudieran adivinar lo que les dicen sus vecinos de más allá del río. Esto, como reside en el corazón mismo de la lengua, es mucho más complejo que el simple cambio de un conjunto de sonidos por otro para llamar a un animal, una parte de una casa, un aparato.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXX / 22 de julio del 2024

lunes, 15 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (I) [CDLXIX]

Edgardo Malaver Lárez



Hace ocho años una amiga que era editora en una página web me sugirió escribir un artículo breve, una reseña, una entrada de blog para aquella página. Me sugirió también el tema, que es el que ustedes ven en el título, y yo pasé varios días dándole vueltas en la cabeza a la idea, pero algo debe haberme ocupado lo suficiente para que el artículo se pusiera a escribirse solo en mi mente durante... ¡tres años! Pasado ese tiempo, como no soportaba la vergüenza, lo escribí y se lo envié, junto con mis súplicas para que me perdonara semejante demora. Resultó que era demasiado largo y finalmente no se publicó. Varias veces he pensado que podría aparecer en Ritos de Ilación, pero... ¡también es demasiado largo para Ritos! Sin embargo, en vista de la cercanía de las vacaciones, me decidí a adelantárselas al rigor académico y he convencido a todos de dividir el texto en cuatro partes y publicarlo a partir de hoy hasta el 5 de agosto. De modo que aquí voy con mi intento de respuesta a esta pregunta, que probablemente se hacían en Roma cuando oían hablar a los ciudadanos que venían de Galia, de Hispania e incluso de Dalmacia.


El abanico también vino de España, ¡y cómo ha evolucionado!




Lo más habitual en un artículo que trate sobre el español que se habla en América Latina —y con semejante título— es que el autor presente un inventario, ridículamente breve siempre, de palabras, conceptos y objetos que se nombran de diferentes formas en diferentes países. Estos autores parecen pensar que todos, sin movernos de casa, gracias a ellos, vamos a conocer a fondo las variedades de una lengua que ya se hablaba hace mas de mil años y que sirve hoy de código de comunicación al menos a 40 países, lo cual representa más de 560 millones de personas. Existen también los que se concentran en la vana empresa de identificar el país de América Latina donde se habla “el mejor español”, como si tal cosa existiera o fuera posible definir un criterio razonable para medirlo. Y, además, están los autores que se sienten atormentados por el fantasma de la perniciosa invasión lingüística extranjera que amenaza la intangible soberanía de la lengua que trajeron los conquistadores (es decir, la lengua que heredamos de unos tatarabuelos invasores).

Yo nací y crecí en un pueblo pequeño de un estado minúsculo de Venezuela —ocupa el antepenúltimo lugar entre sus 25 entidades federales ordenadas según el tamaño de sus territorios—, y ese estado, Nueva Esparta, es, además, un conjunto de tres islas, una de ellas inhabitada. Sin embargo, ya de pequeño, me llamaba la atención que rodando unos diez minutos hacia el sudeste era perceptible una buena diferencia con respecto a la manera de hablar de la gente. Por supuesto, lo más llamativo para mí no era que en el otro pueblo llamaran las cosas por otro nombre, que sucedía, sino que ahí la voz de la gente tenía otra música. Muy parecida a la de mi familia, pero perceptiblemente diferente, para ser un lugar tan cercano.

Las diferencias terminológicas me saltaban a la cara cuando nos visitaban mis primas del estado Zulia, que está en el otro extremo del país. Nos divertíamos de lo lindo señalando las cosas y preguntándonos unos a otros los nombres que les dábamos a todo en nuestros respectivos estados. El universo material recibía nuevos nombres, con lo cual renacía y tomaba nuevas formas, a partir de la iluminación milagrosa del contacto lingüístico. El mundo se enriquecía porque esas diferencias no lo hacían menos comprensible sino más amplio, más bello y más atractivo. El ventilador era para mis primas el abanico, el coleto era el lampazo, un polo era un helado; pero siempre las diferencias en las formas de hablar eran más notorias, verdaderamente más notorias, que las de vocabulario. La melodía que nos percibíamos mutuamente era ineludible debido a la distancia geográfica.

Y si uno viaja más lejos, pasa lo mismo: en Perú llamarán vereda a la acera, en Argentina llamarán colectivo al autobús y en México llamarán mensos a los tontos. Y no tengo que explicarle a nadie que la musicalidad de sus voces varía de una manera que nos tiene fascinados a todos desde que el mundo es mundo. Es decir, las diferencias léxicas y fonológicas no tendrían que llamar tanto nuestra atención porque son lo más cotidiano que hay en cualquier lugar donde los seres humanos se comuniquen mediante la lengua. Todos los días un perro muerde a un hombre, y eso no es noticia. Lo que sí llama a atención, al menos la mía, es que en algunos de estos lugares observo microscópicos cambios sintácticos. Estos sí son el hombre que muerde al perro.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXIX / 15 de julio del 2024

lunes, 8 de julio de 2024

Cuando a Roma fueres... [CDLXVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Escena de Sophia Loren en Roma, de 1964

 

 

         Cuando a Roma fueres, haz como vieres” (Quijote II, 54), decía el Caballero de la Triste Figura, imitando a mi abuela. Parece una recomendación más bien sabia, si pensamos que en tiempos antiguos en los actuales quizá sí— no había manera de saber nada de otro lugar que no fuera presentarse en ese lugar y vivir un tiempo en él. No digo que me sienta inclinado a adoptar formas de decir las cosas que he encontrado en Perú, pero sí me veo a veces asombrado, sorprendido, agradado por algunas de ellas.

         Algunas personas aquí responden las gracias diciendo, por ejemplo, “Qué ocurrencia”. Puede ser también: “¿Cómo se le ocurre?”. Me imaginaba al principio que eran personas mayores quienes dirían así (porque en Venezuela esas expresiones sonarían como típicas de los abuelos), pero ya hace tiempo que concluí que la edad no es el factor determinante. Una de las primeras personas a las que oí responder así fue la directora de la escuela en la que mi hija iba a estudiar primer grado. En aquel momento quedé totalmente confundido, pero de camino a casa pensé que quizá había querido decir: “Qué ocurrencia la de usted, agradecerme por tan poca cosa”. Me colgué de esa interpretación y me gustó la expresión como señal de humildad.

         Discursivamente, es más poético, no hay duda, que el simple de nada del español general, que de todas maneras es también bastante humilde. Cuando respondemos “De nada” o “Por nada” a las gracias que nos da alguien, le estamos diciendo: “Me estás agradeciendo por nada, no estoy haciendo nada en realidad”. Pero esta forma que usan los peruanos impresiona al mismo tiempo por su cortesía y una resonancia proveniente de la retórica de otros tiempos.

         Hace unos días un hombre bastante joven que me atendió en una tienda, en la que solamente había entrado para preguntar un precio, respondió mi “Muchas gracias” con un “Imagínese”. Fue como que me respondiera: “Imagínese las pequeñeces por las que usted da las gracias”. Ojalá que nadie me desmienta esta interpretación porque me gusta el sonido de estas palabras, que le inyectan placer a la situación.

         ¡Ah...! El placer. Un día, siendo yo aún un muchacho, oí a una persona muy elegante y educada responder las gracias con un “Fue un placer”, y desde entonces lo uso. Quizá voy a sonar pretencioso, pero me atrae también esta fórmula porque implica que soy yo quien tendría que agradecer porque en realidad soy yo quien sale ganando debido al gusto que me da hacer... lo que sea que usted me está agradeciendo.

         Qué de metáforas. Y qué de descubrimientos. No se puede uno parar a reflexionar sobre las expresiones más conocidas, cotidianas y recurrentes, porque se tropieza con secretos, misterios y recompensas. No creo que llegue al punto de adoptar todas estas fórmulas y metáforas, pero sí disfruto su poesía y su poder comunicativo. Y llegados a este punto, apenas me resta darles a ustedes las gracias por su lectura y su paciencia... Vamos a ver qué me responden.

 

 

 

Año XII / N° CDLXVIII / 8 de julio del 2024

 

lunes, 1 de julio de 2024

Una palabra de un quilo [CDLXVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

El quilo chileno no pesa mucho ni se escribe con ca

 

 

         Cuando yo era estudiante, un día, durante las vacaciones, en Margarita, me desperté casi a mediodía y descubrí que estaba solo en casa. Yo tuve que salir también y cuando estaba cerrando la puerta, llegó una antigua alumna de mi mamá que le vendía harina de trigo cada semana. El encargo aquella semana estaba incompleto por un problema de transporte y la mujer prometía traer lo que faltaba al día siguiente. Le escribí eso a mi mamá en una nota que pegué de la nevera, para que no pudiera dejar de verla.

         En la noche, cuando regresé a casa, mi hermana me esperaba, armada con pruebas documentales irrefutables, para vengarse de mí por todas las veces que, cuando ella estaba aprendiendo a escribir, le corregí casi todo lo que escribía en sus cuadernos: las palabras mal acentuadas, los verbos mal conjugados, las concordancias de género y número, todo aquello con lo que la atormenté hasta que llegó a sexto grado y yo me fui a la universidad. Es decir, después de verme cerrar con llave la puerta, para estar segura de que no me iba a escapar, en medio de un preámbulo reivindicativo, me puso delante la notita que yo había dejado en la nevera y me espetó: “Te pasas la vida corrigiéndolo a uno y luego vienes y escribes esto”.

         Leí sonriendo la nota y casi se me cayeron los ojos al piso de la sala: había escrito “...otros tres quilos de harina”. No dejaba atrás el asombro, porque ni para bromear había pensado nunca en escribir la palabra kilo con cu, pero no dejaba tampoco de reírme porque mi hermana celebraba aquello como si se hubiera ganado un millón de dólares en la lotería.

         Pasado el alboroto, escribí en mi cuaderno de esa época una reflexión sobre el asunto. Y recuerdo que cada cierto tiempo me volvía a la mente aquel extrañísimo error (nada extraño en realidad porque, al fin y al cabo, la grafía utilizada representaba el sonido que se necesitaba). Me fui a dormir esa noche pensando en el curioso episodio, pero sin que me atormentara. Y en la mañana me desperté, como todos los días de vacaciones, tarde, pero antes de desayunar la voz de mi hermana me trajo la imagen de la palabra quilo a la mente. Más o menos al mediodía me había fastidiado ya lo suficiente como para recurrir al diccionario. Para jugar, imagino ahora, porque ¿qué iba a encontrar?, ¿que kilo se escribe con ca? Eso ya lo sabíamos desde siempre. ¡Ah! Pero puedo buscar quilo, con cu. ¿Existirá? Y si existe, ¿qué significará?

         Pues resulta que encontré la palabra quilo, ¡con cu! La exclamación que lancé llegó por lo menos a las nubes. Salí disparado a pavonearme con el diccionario en la mano delante de mi hermana. “¿Qué te pasa?”, me dijo. “No me irás a decir que ahora la Academia escribe kilo con cu”.

         “Pues mira”, le dije riéndome y abriéndole el diccionario, su propio diccionario, por cierto, en la página donde estaba la definición:

 

quilo, m. p. us. V. kilo.

 

Las abreviaturas significaban: masculino, poco usual. Ver... Es decir, también se escribe con cu. Es el “protocolo” que siguen los diccionarios cuando abren una entrada para una variante menos frecuente que otra: nos envía a la que usa la mayoría de los hablantes. Es decir, hay lugares donde se escribe así. Pocos, pero los hay. Y cuando fuimos a buscar kilo, encontramos:

 

kilo, m. Tb. quilo, p. us.

 

También quilo, poco usual. E indicaba que era, como todos sabemos, el “acortamiento” de la palabra kilogramo. ¡Ah, kilogramo también aparecía con cu!

         Fue muy interesante aquella vez (y lo es hoy que lo vuelvo a buscar) enterarme de que kilo también significa (o significaba cuando existía esa moneda) ‘un millón de pesetas’. Además, quilo, con cu, nunca con ca, es toda ‘linfa de aspecto lechoso por la gran cantidad de grasa que acarrea, y que circula por los vasos quilíferos durante la digestión’. Esta acepción proviene del latín chilus, es decir, ‘jugo’. Sudar el quilo equivale a ‘trabajar con gran fatiga y desvelo’. En griego, ese chilus tenía su respectiva y.

         En Chile, quilo es de origen mapuche y nombra el ‘arbusto de la familia de las poligonáceas, lampiño, de ramos flexuosos y trepadores, hojas oblongas algo asaeteadas, flores axilares o aglomeradas en racimo, y fruto azucarado, comestible, del cual se hace una chicha’.

         Aunque mi hermana sigue pensando que yo estudié solamente para graduarme de licenciado en Traducción y Corrección, gracias a Dios desde que me percaté de la ignorancia que campea en mi mente sobre todo lo que se refiere a la lengua, especialmente nuestra complejísima lengua española, dejé de corregir a los pocos que corregía antes, que eran siempre las personas que más amaba. Ahora me corrijo a mí mismo, y quizá es eso lo que me permite disfrutar cada día más estas curiosidades y fenómenos tan fascinantes como estas singulares palabras que pueden escribirse con ca y a veces con cu... ¡ah!, y que, fíjese usted, Andrés Bello escribiría con ce.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXVII / 1° de julio del 2024