Edgardo Malaver Lárez
Codex Aemilianensis, datado en el 994 |
Y cualquiera diría que esos cambios suceden en la informalidad de la lengua hablada cotidiana, en la calle, en el mercado, entre los niños, entre las personas que han tenido menos educación. Ciertamente. Si uno va a conversar con el ministro de Cultura de Costa Rica, es muy poco probable que le atrape un verbo mal conjugado; si uno se tropieza por ahí con un profesor de filosofía de la Universidad de Chile, sería extraño que hable con dequeísmo; pero así es como ha funcionado este negocio desde que Eva se acercó a Adán con aquella oferta que todos recordamos. Es precisamente en el mercado, en el barrio bullanguero, en la fiesta desordenada del pueblo reunido con el pueblo donde se cuecen las lenguas, donde hierven los cambios que serán la norma más aceptada y apreciada en el futuro. Es en la boca de los niños, que de camino de la escuela a la casa se atreven a decir lo que sus padres y maestros no les permiten, donde nacen las interjecciones, las formulas de tratamiento, las nuevas palabras del diccionario de dos y tres décadas más tarde. Pasados dos o tres siglos, a todos les parece que esas son las palabras que no se pueden violentar y que la juventud malhablada de ese momento está deformando la lengua que han recibido de sus padres (los malhablados del pasado, lo sabemos). La generación de Aristóteles se quejaba de lo mismo.
El latín no se convirtió en español, por ejemplo, porque en Hispania comenzaran a decir oculus en lugar de ophthalmos, caballus en lugar de equus, jocare en lugar de ludere. Sin duda, esa era una señal de lo que estaba pasando más adentro, pero la evolución esencial de una lengua hacia la otra ocurrió cuando los hispanos comenzaron a cambiar el orden de los elementos de la oración latina, a conjugar los verbos de manera diferente, a vincular mediante otras fórmulas las palabras de su discurso, a “torcer” la estructura que ofrecía el latín, la relación entre las palabras, y esa conducta les ofreció una mayor precisión, una mayor claridad, una mejor comunicación entre los miembros de la comunidad. Generación tras generación, los nuevos modos de expresión —que, sí, son siempre adoptados primero por los más jóvenes— fue fortaleciéndose, fue quedándose en la mente colectiva como las formas más adecuadas, más sencillas, más “correctas”, y fueron heredadas por la generación siguiente. Separados por una mayor distancia de las que existen hoy por causa de la mayor lentitud de las comunicaciones, fue apareciendo en Hispania un código que pocos en Roma reconocían. Pero no es razonable pensar que ese “español” que apareció entonces, hace mil años, es el que hablamos ahora. El español que hablamos ahora también es el resultado de una evolución, y lo más interesante de eso es que sigue y seguirá evolucionando hasta que, de tanto evolucionar, quién sabe, se convierta en otra cosa.
¿Existe, entonces, alguna señal en el español de América Latina que nos haga pensar que, aunque sea incipientemente, se esté convirtiendo en otra lengua? Quizá sea demasiado pronto para afirmarlo, pero, más allá de la mera sinonimia que siempre se menciona —en Colombia llaman suéter a lo que en España llaman chándal—, tendrían que aparecer cambios sintácticos, que tendrían que llevar, después de mucho tiempo, a la incomprensión total entre comunidades nacionales, para que pudiera llegarse a esa conclusión. ¿Se oyó eso? Comunidades nacionales enteras que difícilmente pudieran adivinar lo que les dicen sus vecinos de más allá del río. Esto, como reside en el corazón mismo de la lengua, es mucho más complejo que el simple cambio de un conjunto de sonidos por otro para llamar a un animal, una parte de una casa, un aparato.
(Seguimos la próxima semana.)