lunes, 25 de septiembre de 2017

¿Quién inventó el cuchillo? [CLXXI]

Edgardo Malaver



Forqué y Sanz en ¿Por qué lo llaman amor cuando
quieren decir sexo? (1993), de Miguel Gómez Pereira



         Desde que la ciencia de las computadoras —¿cómo se llama eso?, ¿computación?— se desarrolló lo suficiente para producir rápidos avances en toda aquella actividad humana en que era aplicada —con lo cual aceleró de tal modo el siglo XX que lo convirtió en el más breve de la historia—, parece haberse instalado, por lo menos en las lenguas occidentales —pero a mí me interesa la que hablamos en Venezuela— la manía de llamar tecnología únicamente a los aparatos y actividades directísimamente asociados a las computadoras y, más tarde, a los teléfonos celulares. Todo aquello que no sea una laptop o un celular, una conexión wi-fi o un emoji corre el riesgo de no merecer el idolatrado nombre de tecnología.
         Lexicográficamente, habría que decir que este uso de una palabra ya existente antes es una acepción más, nada más. Sí, pero no tiene nada de malo adquirir conciencia de lo que uno va diciendo por la vida. Además de que ninguna acepción de una palabra es sólo una acepción más, no puede entenderse, como parece concebir la mayoría, que haya una sola.
         La tecnología no es una vitrina en que se exhiben exclusivamente las computadoras y los celulares, el GPS y la “nube”. Voy a abstenerme a propósito —hasta que termine de escribir esto— de buscar en el diccionario. A ver, la tecnología ha de abarcar todo invento, todo avance en la creación basada en el sentido científico del hombre, que le permite acelerar procesos, mejorar y simplificar actividades, ahorrar esfuerzo, reducir distancias, lograr mejores productos... en una palabra, vivir mejor. El lápiz y el papel, la rueca y el telar, la carreta y la canoa son productos de la tecnología. No hizo falta que naciera Thomas Edison para que nos iluminara la estrella de la creatividad —hija, según un antiquísimo lugar común, de la necesidad—. El hombre primitivo, medio primate, medio humano, que por inteligencia o por accidente descubrió que frotando dos pedazos de rama seca podía ahorrarse la espera de un rayo que cayera exactamente a sus pies y le encendiera una fogata es tan inventor como Edison.
         Actualmente, está de moda pensar que hay una generación que le está enseñando a sus padres a “usar la tecnología”. ¿Qué hay de particular en eso? ¿Son diferentes a alguna generación anterior? ¿La gente que inventó el cuchillo, hace más de dos millones y medio de años, no tuvo que enseñarles a sus padres a usarlo? ¿Y no sucedió después que sus descendientes no necesitaron que les enseñaran cómo se cortaba carne con aquel adminículo? A mi abuela le daba miedo prender el televisor; a mi madre nadie tuvo que enseñarle. A mi generación, ya casi no le interesa la televisión. Nada especial.
         Entonces, ¿quién inventó el cuchillo? Quién sabe, pero probablemente haya estado tan fascinado con su invento que vivía queriendo cortarlo todo con él. Y seguramente su generación, preocupada por su salud mental, lo señaló de ser un adicto a la tecnología.
         Sucede con la palabra tecnología lo que insinúa (más bien lo dice claramente) el título de aquella película española de 1993, dirigida por Miguel Gómez Pereira: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? Dicen tecnología, pero quieren decir Instagram... WhatsApp... Candy Crush...
         El cuchillo, el lápiz, la silla, la vela, la carreta, la bicicleta, el puente, el sacagrapas, la taza, el zapato, el cincel, la rueda, el paraguas, el garapiño, el ábaco, ¡el reloj de sol! Si usted crea un objeto para hacer un hueco en la tierra sin tener que usar las uñas, usted es un inventor. Y a nadie se le ocurre llamar eso tecnología, pero lo es.

emalaver@gmail.com



Año V / N° CLXXI / 25 de septiembre del 2017



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