lunes, 13 de marzo de 2017

Buenas noches [CXLIII]

Edgardo Malaver



“Eres la virgen impoluta del silencio", pero... buenas noches.
Talgat Koshabaev y Alevtina Lapshina como Romeo y Julieta




         Nuestra compañera Ariadna Voulgaris escribió la semana pasada que buenas noches es la despedida formal que se emplea cuando, de noche, nos separamos de alguien. Y dice más. Dice que es lo que utiliza uno cotidianamente cuando decide irse a dormir y deja a la familia en la sala.
         Me siento muy incómodo con esa idea, que no es de Voulgaris sino de muchísimos hablantes. Y no es por que no esté de acuerdo, yo también lo habría dicho, sé que es cierto. Me siento incómodo con el hecho de que buenas noches pueda ser una despedida adecuada que decirles a las personas con quienes lo compartimos todo en la intimidad del hogar. Si es lo más formal que pueda utilizarse para despedirse, si es lo más propio para despedirse en el trabajo, en la escuela o en nuestro contacto con las autoridades, entonces, ¿cómo puedo sentirme a gusto diciéndoselo también a mi madre, a mis hermanos, a los que viven conmigo, a quienes me une el cariño? Y, más allá —o más adentro, según se vea—, ¡¿cómo puedo despedirme cada noche con semejante prosopopeya de la persona que duerme a mi lado en la misma cama?!
         Una vez que se acaba la noche, me pasa lo mismo. También me cuesta mucho —tanto que ya no me esfuerzo— saludar a los que comparten techo conmigo diciéndoles ese seco y distante saludo institucional, oficinesco, corporativo de buenos días. Gracias al cielo existe en Venezuela ese saludo a la vez social y espiritual que marca la relación que tenemos con nuestros mayores. Es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea “La bendición, mamá”. A mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: “Buenos días, vírgenes impolutas del silencio”.
         Sin embargo, a esa misma hora, un vecino me toca la puerta y no respondo ni acepto como respuesta nada que no sea buenos días. No comienzo una clase sin decir buenos días, aunque ya lleve un cuarto de hora conversando con los estudiantes, pero es precisamente en ese contexto, en ese escenario, donde cabe decir buenos días, más que Hola, más que ¿Qué tal, mi pana?, más que ¿Cómo amaneciste, mi corazón? A una clase en la universidad no va uno a hablar de sus intimidades (por más que la experiencia personal que tenga el profesor en todos los campos es material válido y pertinente para la situación didáctica), como si estuviera fregando los platos del día anterior aún en piyama y sin haberse peinado. No va uno a la alcaldía de su ciudad con la misma actitud con que entra en el baño de su casa. No se presenta nadie en un templo vestido como quien va a comprar frutas en el mercado. Las fórmulas lingüísticas de saludar y despedirse, ergo, también tienen que variar. Y me parece a mí (y, a diferencia de Voulgaris, no temo no tener la razón, porque hablo puramente de mi sensación) que buenos días, buenas tardes y buenas noches, que quedan tan bordadas en situaciones formales, en situaciones íntimas marean toda la música que oímos alrededor.
         La lengua no está extraditada de los sentimientos ni a la inversa. Otros hablantes sentirán como yo y darán señales similares a las mías. Y si no, siempre nos queda un último recurso a los lingüísticamente deformes: explicar (y explicarnos) el fenómeno como parte de nuestro idiolecto, el modo particular de hablar de cada quien, que, por más particular que sea, nunca lo será tanto como para no sumarse a la corriente de formas particulares de hablar que tejen un idioma.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLIII / 13 de marzo del 2017

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