Luis Roberts
El lenguaje es un ser vivo que se alimenta de muchos nutrientes y así
crece y cambia: los extranjerismos, los cultismos, los plebeyismos, etc. Los
plebeyismos, o algunos de ellos, dan paso a las expresiones jergales de larga
tradición en el español, desde Quevedo y Lope, pasando por la Celestina,
Berceo o el Arcipreste, el imperdible Torres de Villarroel, a Larra, Valle,
Baroja, Lorca, Alberti y un largo etcétera. Existe igualmente un argot
generacional, que, aunque con vocación efímera y alimentándose en parte de
plebeyismos, consigue que algunos de sus elementos persistan y se “culturicen”
socialmente. Este argot generacional es, si cabe, más evidente en los grupos
que la sociedad margina, o que se automarginan, para así tomar distancia,
tomando el lenguaje como elemento distanciador.
En 1983, el novelista, periodista y académico español ya fallecido Francisco
Umbral, publicó su Diccionario cheli, siendo el cheli,
palabra inventada por él, el argot surgido en Madrid a partir del final de los
años 60, sacado de las cárceles por algunos jóvenes españoles de familias
acomodadas, que habían aprendido a drogarse y a traficar en las universidades
americanas, después de pagar condena en los centros penitenciarios españoles
por esos delitos cometidos a su regreso al país. Ese cheli era un amasijo de
términos castizos madrileños, romaníes (el idioma de la etnia gitana) y léxico
carcelario. Muchas de esas expresiones, a pesar de ser “un código restringido”,
en expresión de Berstein, han trascendido al grupo que pretendían representar,
y se las encuentra hoy en el habla común del español de España. La
bofia, la trena, emplumar, endiñar, la
pestañí, chirona, guripa, etc., son algunos
ejemplos. A quién pueda estar interesado en el tema, les recomiendo el interesante
trabajo de Margarita de Hoyos González, aparte del maestro Lázaro Carreter y
los sociolingüistas Berstein, Beinhauer y Fishman, además del citado Umbral.
Hace un tiempo, poco, mi amigo Álex, joven simpático, trabajador y estudiante,
me contaba que un “pana” de su barrio, el de Campo Rico en Caracas, vendía en
la calle el cartón de huevos a 50.000 bolívares, anunciando a voces su producto
al grito de: “Yensis, a 50 bolos el cartón”. Extrañado le preguntó por qué
llamaba “yensis” a los huevos, a lo que este, sonriente y pícaramente le
contestó que cómo se le ocurría que iba a gritar que tenía huevos a 50 bolos,
que la gente se mataría de risa. No les sorprendería el precio desorbitado de
los huevos, ya entonces, hoy en 600.000, sino que usara el término huevo,
que, es bien sabido, es el término con el que se designa en Venezuela, y sólo
en Venezuela, al órgano sexual masculino. Le dije que tal vez era una rareza de
su “pana”, un exceso de escrúpulo semántico, pero me confirmó que no, que el
término se había extendido ya por varios barrios de Caracas y era de uso muy
generalizado, que incluso lo usaban sus compañeros de trabajo.
Azuzado por mi curiosidad lingüística, me propuse averiguar de dónde venía tan
extraña palabra, y gracias al “pana” Google, di inmediatamente con el trabajo
de Tamoa Calzadilla “Diccionario de la PRAN Academia Española”. ¡Eureka! El
lenguaje carcelario, el lenguaje pran en este caso, el mismísimo cheli en
Caracas. En el diccionario de Calzadilla, como en el de Umbral, nos encontramos
con léxicos, si no todavía de uso generalizado por las capas más cultas de la
sociedad, sí al menos reconocibles: achicharrao, boca
cosida, caleta, los causas, el chigüireo, la garita,
el malandreo, la luz, el pran, el sistema,
etc. Y, ¡oh, sorpresa!, el yensi. ¿Y qué es el yensi en
la cárcel? El órgano sexual masculino.
Nos encontramos pues ante un fenómeno que no sé cómo definir, de origen
carcelario, sí, pero no es un eufemismo, ni un disfemismo, más bien parece un
suavizador, un disimulador pudoroso, sólo para entendidos, para los conocedores
del “código restringido”, pero para que lo usen incluso los que no saben lo que
quiere decir, que no saben que es un sinónimo. Además, casi todos los étimos de
las palabras que aparecen en este diccionario son identificables, excepto este,
el del yensi, al menos para mi pobre cultura “malandril”.
Mi amigo Alex me dice que a una linda compañera de trabajo, de sonrisa luminosa
y de nombre Clara, como su sonrisa, le han adjudicado el apellido de Clara de
Yensi, para que no haya dudas. Me imagino que cuando lea este artículo hará lo
necesario para desbautizarla de tan ominoso apellido.
luisroberts@gmail.com
Año VI /
Nº CXCIX / 19 de marzo del 2018
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