En Plaza Sésamo, había un mago más bien torpe que después de explicar la
prestidigitación que estaba a punto de hacer, gritaba: “¡Alharaca! ¡Pastel de zarzamora!
¡Vamonós...!”. Surgía de pronto una nube de humo que, al disiparse, descubría
que el mago había vuelto a fracasar en su intento de sacar de su sombrero lo
que había anunciado. Si anunciaba una blanca paloma, le salía un siniestro dragón.
Uno puede imaginarse que tal resultado podía deberse a que confundía la célebre
palabra mágica ¡abracadabra! con ¡alharaca! y ¡pata de cabra! con ¡pastel
de zarzamora! Puede parecer superfluo y secundario, pero esta precisión es
el secreto de todo acto de magia, que es lo mismo que decir de todo acto protagonizado
por la palabra.
En mil ocasiones hemos experimentado
en nosotros mismos el poderoso dominio que tiene la palabra en nuestros actos y
en la vida en general. Una sola palabra, la palabra justa, en el momento
preciso, pero también dicha de la forma apropiada, puede destruir a una
persona. Y puede también elevarla y salvarla. En Doña Bárbara, Marisela se transforma, interior y exteriormente, a
partir del momento en que Luzardo le dice las primeras palabras amables que
ella ha oído jamás. Él le dice que si se bañara, se vería cuán bella es, y ella,
que ha crecido como una animalito salvaje, en el capítulo siguiente se baña por
primera vez para sentirse bella. Mientras el agua, que en la noche ha estado preñada
de estrellas, desciende sobre su piel, la muchacha se pregunta “por qué no se
siente la belleza como se sienten los dolores”.
Sin embargo, no es
diciéndola de cualquier forma que una palabra cumple con sus virtudes milagrosas.
En Las mil y una noches, Alí Babá
descubre que el jefe de los ladrones mueve la enorme piedra que cubre la
entrada de una cueva, donde esconde inmensas cantidades de oro, con una palabra.
Le grita: “¡Ábrete, sésamo!”. Cuando trata de hacerlo él mismo, lo hace
temblando de miedo y en voz apenas audible, y la piedra no se mueve. Es cuando
le pone a su voz la fuerza que le dio el jefe de los ladrones que logra su
objetivo. Y más tarde, al abrir la puerta de su casa con la misma fórmula, el
narrador comenta: “Y así descubrió Alí Babá el misterioso poder que contienen
las palabras”.
Y hay más. El hermano de
Alí, cuando descubre el secreto de éste, va a la cueva e intenta abrirla sólo con
palabras e incluso las pronuncia con voz alta y firme, pero vacila entre lenteja, garbanzo, frijol, etc. No
dice la palabra precisa... hasta que acierta a recordar la fórmula ¡ábrete, sésamo! Con temor, con
vaguedad, con descuido, el mundo no obedece nuestras palabras.
Las palabras mágicas, al
final, son en realidad todas las palabras. Todas pueden ser conjuro malévolo,
pero todas son agua bautismal, según la voz humana las encamine; todas pueden
ser piedras lanzadas a la frente, pero todas son embellecedoras, sanadoras,
creadoras. Todas están preñadas de estrellas y de candelabros de oro y todas
esconden el mundo, y nos esconden a nosotros, en sus entrañas, como si
estuviéramos siempre a punto de nacer de ellas. Al fin y al cabo, Dios creó el
mundo con una sola palabra.
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Año VI / N° CCIII / 9 de abril del 2018
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