lunes, 9 de abril de 2018

Palabras mágicas [CCIII]

Edgardo Malaver


 
Elio Rubens y Marisela Berti como Santos Luzardo
y Marisela 
en Doña Bárbara, de 1975


         En Plaza Sésamo, había un mago más bien torpe que después de explicar la prestidigitación que estaba a punto de hacer, gritaba: “¡Alharaca! ¡Pastel de zarzamora! ¡Vamonós...!”. Surgía de pronto una nube de humo que, al disiparse, descubría que el mago había vuelto a fracasar en su intento de sacar de su sombrero lo que había anunciado. Si anunciaba una blanca paloma, le salía un siniestro dragón. Uno puede imaginarse que tal resultado podía deberse a que confundía la célebre palabra mágica ¡abracadabra! con ¡alharaca! y ¡pata de cabra! con ¡pastel de zarzamora! Puede parecer superfluo y secundario, pero esta precisión es el secreto de todo acto de magia, que es lo mismo que decir de todo acto protagonizado por la palabra.
         En mil ocasiones hemos experimentado en nosotros mismos el poderoso dominio que tiene la palabra en nuestros actos y en la vida en general. Una sola palabra, la palabra justa, en el momento preciso, pero también dicha de la forma apropiada, puede destruir a una persona. Y puede también elevarla y salvarla. En Doña Bárbara, Marisela se transforma, interior y exteriormente, a partir del momento en que Luzardo le dice las primeras palabras amables que ella ha oído jamás. Él le dice que si se bañara, se vería cuán bella es, y ella, que ha crecido como una animalito salvaje, en el capítulo siguiente se baña por primera vez para sentirse bella. Mientras el agua, que en la noche ha estado preñada de estrellas, desciende sobre su piel, la muchacha se pregunta “por qué no se siente la belleza como se sienten los dolores”.
         Sin embargo, no es diciéndola de cualquier forma que una palabra cumple con sus virtudes milagrosas. En Las mil y una noches, Alí Babá descubre que el jefe de los ladrones mueve la enorme piedra que cubre la entrada de una cueva, donde esconde inmensas cantidades de oro, con una palabra. Le grita: “¡Ábrete, sésamo!”. Cuando trata de hacerlo él mismo, lo hace temblando de miedo y en voz apenas audible, y la piedra no se mueve. Es cuando le pone a su voz la fuerza que le dio el jefe de los ladrones que logra su objetivo. Y más tarde, al abrir la puerta de su casa con la misma fórmula, el narrador comenta: “Y así descubrió Alí Babá el misterioso poder que contienen las palabras”.
         Y hay más. El hermano de Alí, cuando descubre el secreto de éste, va a la cueva e intenta abrirla sólo con palabras e incluso las pronuncia con voz alta y firme, pero vacila entre lenteja, garbanzo, frijol, etc. No dice la palabra precisa... hasta que acierta a recordar la fórmula ¡ábrete, sésamo! Con temor, con vaguedad, con descuido, el mundo no obedece nuestras palabras.
         Las palabras mágicas, al final, son en realidad todas las palabras. Todas pueden ser conjuro malévolo, pero todas son agua bautismal, según la voz humana las encamine; todas pueden ser piedras lanzadas a la frente, pero todas son embellecedoras, sanadoras, creadoras. Todas están preñadas de estrellas y de candelabros de oro y todas esconden el mundo, y nos esconden a nosotros, en sus entrañas, como si estuviéramos siempre a punto de nacer de ellas. Al fin y al cabo, Dios creó el mundo con una sola palabra.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCIII / 9 de abril del 2018

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