lunes, 4 de marzo de 2019

Todo lo que diga será usado en su contra [CCL]

Edgardo Malaver


Barrabás, interpretado por Anthony Quinn en 1961,
celebra su liberación



         Quien ha visto una película estadounidense en que se arresta a alguien ha oído al menos una vez la fórmula “Tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser, y será, usado en su contra en un tribunal. Tiene derecho a un abogado...”. A primera vista (u oída, más bien), uno puede pensar que es inconveniente callar cuando puede defenderse, explicar por qué no deberían llevárselo, señalar al verdadero culpable, ¿no?, declararse inocente. Sin embargo, como sucede en la música, en la lengua el silencio puede ser más elocuente, más sabio, más poderoso que la palabra.
         Yo tenía un amigo catalán que decía cada tres días: “Somos amos de lo que callamos y esclavos de lo que decimos”. Con todas las películas que he visto, nunca antes me había puesto a reflexionar sobre esta peculiaridad del poder de las palabras. En esta misteriosa simbiosis entre el lo dicho y lo no dicho, en esta callado equilibrio entre verbo y acción verbal, uno puede preguntarse: ¿quién tiene el poder cuando hablo? ¿Obtenemos o cedemos poder cuando decimos, cuando levantamos la voz, cuando imprecamos? Cuando me ufano, por ejemplo, de tener tres casas, cinco carros, siete empresas, dos yate, cuatro aviones y cuentas bancarias en Caimán y en Andorra, ¿estoy humillando con mi dinero a quien tengo al frente o le estoy regalando información útil para extorsionarme?
         Pasa todos los días que nos arrepentimos de haber dicho esta o aquella palabra, de haber dado esta o aquella respuesta que nos pareció tan ingeniosa para derrotar a nuestro adversario en una discusión; sin embargo, advertimos que, tiempo después, las palabras encontraron el camino de vuelta para vengarse de nosotros. Rómulo Gallegos lo dibuja prístinamente en “La hora menguada”, cuando Amelia y Enriqueta, después de su más agria, más despiadada discusión cotidiana, se retuercen en el dolor de no poder recoger las palabras hirientes que una hermana ha lanzado al rostro de la otra. Pierden por ello al único ser que las ha amado, al niño que las dos habían criado juntas porque era hijo de una con el difunto marido de la otra. “¡La vida rota!”, dice el narrador hacia el final. “Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura”.
         La sabiduría popular (y su hermana gemela, la literatura oral) es todo un pueblo de consejos al respecto. El dicho favorito de mi madre es “En boca cerrada no entran moscas”. Y la vida demuestra que más valdría que nos entraran moscas en la boca que hablar más de la cuenta. Quien dice “Por la boca muere el pez” no está precisamente narrando cómo se atrapa un ser marino con una carnada. “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, también frecuente en mi familia.
         Los pecados de la palabra, por cierto, no son menos graves que los de la carne, aunque menos publicitados. Jesús, tan preciso en el uso de la lengua, alguna vez les dijo a sus discípulos, como para enseñarles los límites: “De la abundancia del corazón habla la boca”, y en otra ocasión: “Por toda palabra ociosa será juzgado el hombre”. Arturo Úslar Pietri también escribió un cuento, “Barrabás”, en que el protagonista, liberado en lugar de Cristo, se atormenta por haber callado, al contrario de Amelia y Enriqueta, por no haber dicho que él, delincuente, era quien merecía morir. Tan difusa como el límite entre la vida y la muerte, la diferencia entre hablar y no hablar, o entre hablar y hablar demasiado, puede tener consecuencias dolorosas.
         Quizá no sea tan sencillo como lo ponen en Hollywood, pero no hay duda: la lengua es tan peligrosa, que una palabra de más puede ser más desoladora que el silencio de la muerte.


emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCL / 4 de marzo del 2019

1 comentario:

  1. Excelente artículo, compa.
    Por cierto: Ese amigo catalán que decía: “Somos amos de lo que callamos y esclavos de lo que decimos” ¿será quien estoy pensando?...
    ¿Catalán? ¿Un amigo común que se llamaba Jordi???
    Porque creo que ese dicho también se lo escuché a él...
    Anyway, me gusta mucho este artículo, ¡y cuánta verdad dices, mi estimado!

    Antonio

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