Barrabás,
interpretado por Anthony Quinn en 1961, celebra su liberación |
Quien ha visto una película estadounidense
en que se arresta a alguien ha oído al menos una vez la fórmula “Tiene derecho
a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser, y será, usado en su contra en
un tribunal. Tiene derecho a un abogado...”. A primera vista (u oída, más
bien), uno puede pensar que es inconveniente callar cuando puede defenderse,
explicar por qué no deberían llevárselo, señalar al verdadero culpable, ¿no?, declararse
inocente. Sin embargo, como sucede en la música, en la lengua el silencio puede
ser más elocuente, más sabio, más poderoso que la palabra.
Yo tenía un amigo catalán que decía cada
tres días: “Somos amos de lo que callamos y esclavos de lo que decimos”. Con
todas las películas que he visto, nunca antes me había puesto a reflexionar sobre
esta peculiaridad del poder de las palabras. En esta misteriosa simbiosis entre
el lo dicho y lo no dicho, en esta callado equilibrio entre verbo y acción
verbal, uno puede preguntarse: ¿quién tiene el poder cuando hablo? ¿Obtenemos o
cedemos poder cuando decimos, cuando levantamos la voz, cuando imprecamos?
Cuando me ufano, por ejemplo, de tener tres casas, cinco carros, siete empresas,
dos yate, cuatro aviones y cuentas bancarias en Caimán y en Andorra, ¿estoy
humillando con mi dinero a quien tengo al frente o le estoy regalando información
útil para extorsionarme?
Pasa todos los días que nos
arrepentimos de haber dicho esta o aquella palabra, de haber dado esta o aquella
respuesta que nos pareció tan ingeniosa para derrotar a nuestro adversario en
una discusión; sin embargo, advertimos que, tiempo después, las palabras
encontraron el camino de vuelta para vengarse de nosotros. Rómulo Gallegos lo dibuja
prístinamente en “La hora menguada”, cuando Amelia y Enriqueta, después de su
más agria, más despiadada discusión cotidiana, se retuercen en el dolor de no
poder recoger las palabras hirientes que una hermana ha lanzado al rostro de la
otra. Pierden por ello al único ser que las ha amado, al niño que las dos
habían criado juntas porque era hijo de una con el difunto marido de la otra. “¡La vida
rota!”, dice el narrador hacia el final. “Destrozada en un momento de violencia
por un motivo baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación
frustradas de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra
profirió una palabra dura”.
La sabiduría popular (y su hermana
gemela, la literatura oral) es todo un pueblo de consejos al respecto. El dicho
favorito de mi madre es “En boca cerrada no entran moscas”. Y la vida demuestra
que más valdría que nos entraran moscas en la boca que hablar más de la cuenta.
Quien dice “Por la boca muere el pez” no está precisamente narrando cómo se
atrapa un ser marino con una carnada. “Dime de qué presumes y te diré de qué
careces”, también frecuente en mi familia.
Los pecados de la palabra, por cierto,
no son menos graves que los de la carne, aunque menos publicitados. Jesús, tan
preciso en el uso de la lengua, alguna vez les dijo a sus discípulos, como para
enseñarles los límites: “De la abundancia del corazón habla la boca”, y en otra
ocasión: “Por toda palabra ociosa será juzgado el hombre”. Arturo Úslar Pietri
también escribió un cuento, “Barrabás”, en que el protagonista, liberado en
lugar de Cristo, se atormenta por haber callado, al contrario de Amelia y
Enriqueta, por no haber dicho que él, delincuente, era quien merecía morir. Tan
difusa como el límite entre la vida y la muerte, la diferencia entre hablar y no
hablar, o entre hablar y hablar demasiado, puede tener consecuencias dolorosas.
Quizá no sea tan sencillo como lo ponen
en Hollywood, pero no hay duda: la lengua es tan peligrosa, que una palabra de más
puede ser más desoladora que el silencio de la muerte.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCL / 4 de marzo del 2019
Excelente artículo, compa.
ResponderBorrarPor cierto: Ese amigo catalán que decía: “Somos amos de lo que callamos y esclavos de lo que decimos” ¿será quien estoy pensando?...
¿Catalán? ¿Un amigo común que se llamaba Jordi???
Porque creo que ese dicho también se lo escuché a él...
Anyway, me gusta mucho este artículo, ¡y cuánta verdad dices, mi estimado!
Antonio