Ariadna Voulgaris
Nochevieja en París, 1923 |
En rigor,
el título de esta notita, para conectar con la semana pasada, debería ser “Y
441 Nochebuenas”, pero con la imagen del río es más poético.
Quizá
algunos se acuerden de mí, aunque la última vez que me leyeron fue en noviembre
del año pasado. Entonces les dije que aquel artículo llegaba un año tarde, y
ahora está pasando algo parecido, aunque esta vez no he faltado a ninguna promesa.
Lo que
vengo a decirles hoy es sencillo: así como llevamos ya 800 años exactos
celebrando la Navidad con los hermosos nacimientos que construimos casi todos en
casa para esperar a Jesús en la noche del 24 de diciembre, también estamos celebrando
hoy los 441 años, quizá más bien 440, quizá algunitos menos, de celebrar la
víspera de Año Nuevo. Por lo que he leído en estos días, se entiende que nos
estamos poniendo parranderos los 31 de diciembre desde el año 1582. Como diría
mi santa madre, ¿qué se puso ese año en el maquillaje, pa que nos
acordemos de él? Que cambiamos del calendario juliano al calendario gregoriano.
El papa Gregorio XIII aprobó la corrección del retraso que había en el
calendario, y en aquel octubre el mundo entero, por lo menos el europeo y
cristiano, se fue a dormir el jueves 4 y, la mañana siguiente, se despertaron
el viernes 15. Pero aquello no fue maquillaje. Todo el mundo terminó adaptándose
a esta decisión. Los rusos resistieron hasta llegado el siglo XX, pero de la Revolución
para acá, a pesar de que hubiera sido un punto irrenunciable para los santos bolcheviques,
no han vuelto a hacer ruido con eso.
También
sucedió, aunque esto fue de más lento “acostumbramiento”, que al final del año
la gente comenzó a hacer fiesta al llegar al final de aquel nuevo calendario. Quizá,
elucubro yo aquí, ilusamente, fue en ese año o en esa época, que la mayoría
comenzó a tener conciencia de la existencia de los calendarios para llevar la
cuenta de los días. No me hagan caso.
Por eso
digo —¿me estás escuchando, Alejandra, mi santa?—, que son 800 Nochebuenas y 441
Nocheviejas. Y llego así al bello detalle lingüístico, sin el cual el director
de esta publicación, ahora que usa lentes, lo mira a uno por encima de las
monturas, como diciendo: “¿Tú me estás hablando en serio, criatura?”. Que la
palabra nochevieja, por la cual se ha conocido tradicionalmente a la
última del año, es una ingeniosa composición que “imita” la composición nochebuena.
El que es viejo en verdad es el año, como en la gaita maracucha, pero
metonímicamente se comprende que se llame así a la última noche. Es igual con la
Nochebuena, que, en realidad, el que es bueno es Dios, pero metonímicamente...
Mi amiga
Alejandra dice que para ella la Nochevieja es la “octavita” de la Navidad. Es
una razón para seguir con la parranda toda una semana. A mí me suena siempre
una palabra muy española, o sea, española de España, propia de la forma en que
los españoles hablan nuestro idioma. Seguramente se debe a que, en mi infancia,
aprendí esa palabra en su casa, donde disfruté un río de Nocheviejas, cuando en
la mía no recuerdo que los mayores la usaran. Y en su casa era natural, porque
los cuatro abuelos de mi amiga eran españoles de España, y sólo la Navidad
celebraban con más alegría que la Nochevieja.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año
XI / N° CDXL / 31 de diciembre del 2023
EDICIÓN DE NOCHEVIEJA
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