Recordarán
aquella escena de Ifigenia en que Cristina
le confiesa a María Eugenia, la narradora, el secreto de su familia, la razón por
la que está internada en el Colegio del Sagrado Corazón, donde se conocieron.
Comienza en ese momento una amistad íntima y armoniosa cuya memoria María
Eugenia esparce a lo largo de la novela. Así, aunque sin historias de deshonor
familiar, comenzamos a ser amigas Alejandra y yo en primaria. Lo nuestro fue
más sencillo, empero. Cristina deseaba saber lo que era un “hijo natural” y
María Eugenia no se atrevía a confesarle que tampoco sabía. Alejandra se
equivocaba todos los días al cantar el himno nacional y yo no me atrevía a
corregirla. Hasta la distraía en los versos precisos para que nadie la oyera
equivocarse. Ella cantaba, por ejemplo: “Y a este santo nombre, templo de calor, el vil egoísmo que otra
vez triunfó”. ¡Tembló de pavor!
Ahora
parece que avergüenzo a mi amiga, pero lo cierto es que esto nos ha pasado a
todos. Yo, por ejemplo, ya grande, oía las canciones que tocaba mi abuelo venezolano
en la guitarra y después cantaba: “Y aunque mi vida se torne errante, te juro
que adelante esperaré por ti”, en
lugar de anhelante, que incluso es el
título de esta hermosa melodía. Por último, nadie se ha dado cuenta aún de que
el Alma llanera no dice “Me arrulló
la vida diana de la brisa y el cantar” sino “Me arrulló la viva diana de la brisa en el palmar”. Aquí, por cierto, me
sopla el profesor Malaver que existe una versión que dice “Soy hermano de los pumas, de las garzas, de las
rosas”, que no de la espuma”.
Por
lo que he leído recientemente en Internet, este fenómeno, que a mí me parece harto
cotidiano y que debe suceder dondequiera que exista una emisora de radio, se
comenzó a documentar en 1954, cuando la escritora Sylvia Wright mencionó en el artículo
“The Death of Lady Mondegreen” su experiencia con un verso de una canción escocesa
recogida por Thomas Percy en su libro Reliquias
de la antigua poesía inglesa de 1765. Wright disfrutaba escuchar de su
madre los versos sobre la muerte de Murray, pero pensaba que éste había sido
asesinado en el bosque junto con su amante, llamada Lady Mondegreen. El poema
en realidad dice así:
Ye Highlands and
ye Lowlands,
Oh, where hae ye
been?
They hae slain
the Earl O’Murray,
And laid him on the green.
Seis
palabras cuyas sílabas, percibidas y ligadas de manera confusa, convertían una heroica
historia épica en una dolorosa historia de amor. Oscuros esbirros, en
apariencia, se habían ensañado contra los enamorados mientras disfrutaban de la
soledad, cuando en realidad, abandonado por sus guerreros, el joven noble yacía
sobre el césped, ahora incapaz de delatar a sus asesinos.
Los
mondegreens (que es como terminaron
llamándose estas palabras confusas o estas confusiones lingüísticas) son
infaltables en los repertorios de los humoristas. Cantinflas y Emilio Lovera no
serían nadie sin ellos. Alejandra y yo, sin tantas ínfulas, casi no podemos
hablar diez minutos sin recurrir a ellos. Nos reímos con los mondegreens como un
par de borrachas en una piyamada. Ella hasta ha dejado, ahora en la adultez, de
molestarse cuando le canto su propia versión del Gloria al bravo pueblo. Por fortuna, no habla griego, porque viviría
para burlarse de los desatinos y perogrulladas que cometo en la lengua de mis
abuelos. ¡Oh, Margot!
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año VII / N° CCLV / 8 de abril del 2019
Otros
artículos de Ariadna Voulgaris:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario