Edgardo Malaver Lárez
El obispo anaranjado (o Euplectes franciscanus),
un pajarito africano con plumas negras y... amameyadas |
Qué difícil es, al menos cuando uno es medio insensible, dar con el nombre del verdadero color de las cosas, pero hay gente que tiene toda la habilidad que nos falta a otros. Existen personas que no pueden oírlo a uno decir “Eso es rojo” sin brincar a corregir: “No, eso es fucsia, eso es lila, eso es rosa viejo”. Mis hijas nacieron con ese resorte y les ha salido muy bueno, a pesar de lo mucho que lo usan. Las mujeres parecen tener ojos mejor preparados para esas precisiones (a menos que la verdad sea que los de los hombres no encuentran razón para detenerse en ellas).
¿Serán
de veras tan diferenciados, en el uso de la lengua, los nombres que damos a los
colores? Una persona mayor que conozco en Margarita se refiere siempre al color
anaranjado como amameyado. A mí me fascina este uso porque no sólo viene
a mi mente el color del mamey sino también el mismo mecanismo de formación de
la palabra que en anaranjado: sufijo a + sustantivo naranja
+ sufijo -ado. Naturalmente, hay que haber visto (y hasta saboreado) un
mamey para poder tener registrado su color en la mente. En Caracas, hasta donde
sé, anaranjado convive con naranja (como adjetivo), pero el mamey
no es frecuente ni en el mercado de Guaicaipuro.
La
verdad es que existen muchas formas de dar los nombres de los colores. Yo
de pequeño descubrí el rojo, por ejemplo, y siempre lo llamo rojo; pero más
tarde me di cuenta de que existía también lo que yo llamo rojo oscuro. Y
cuando lo menciono así, siempre viene alguien que me corrige: “Eso es vino tinto”.
Me pasa lo mismo con el azul. En Perú, por si fuera poco, lo que los
venezolanos llamamos azul claro es únicamente celeste; para ellos
el azul es totalmente otro color —normalmente ni siquiera se orientan cuando,
en lugar de diferenciar tonalidades de azul, se trata de distinguirlo del rojo
o del verde—. El amarillo quizá sea el que nos causa menos desacuerdos, aunque
algunas personas prefieren llamarlo dorado todo el tiempo, con lo cual yo
me quedo sin el oro y sin el moro.
(Creerán
que exagero, pero hace media hora le digo a una de mis niñas: “Ponte la gorra
amarilla”, y ella me contesta: “Es color mostaza”. Y sí, parece más un frasco
de mostaza que una pluma de canario. ¿Ven?, el simple siempre soy yo.)
En
Margarita, algunas cosas pueden ser color agua, que es esencialmente el
aguamarina, pero más claro, y bastante más claro que el turquesa, por lo que he
entendido recientemente. Mientras tanto, el rojo oscuro en Perú puede llamarse guinda
(otra fruta que hay que probar para reconocer su color). Y un término que ya no
se usa en el habla cotidiana y que algunos van a creer que es italiano, es azur,
que es, si ojos más agudos que los míos no me contradicen, el azul más oscuro,
que en Venezuela solemos llamar azul marino.
Dediqué
en estos días un tiempo a buscar sinónimos de los nombres de los colores
primarios y secundarios y encontré esto: para el amarillo, ambarino, rubio,
dorado, pajizo, gualdo —esta palabra hoy en día no se usa
sino para hablar de banderas y escudos de los países y familias—. Para el azul,
encontré añil, índigo, celeste, zarco, garzo,
cerúleo —según el himno de Nueva Esparta, “Margarita es una de las siete
estrellas que llena de rayos el cerúleo tul”, es decir, la franja azul
de la bandera de Venezuela)—. Y para el rojo, colorado, encarnado,
bermejo, grana, escarlata, carmesí, carmín, rubí
—¿será por ser el más apasionado que es el que tiene más sinónimos?, ¿será por
su encendida pasión que la protagonista de Lo que el viento se llevó se
llama Escarlata?
Los
secundarios no salieron favorecidos en el número de sinónimos (que no es lo
mismo que de metáforas). El verde tiene esmeralda, glauco, aceitunado;
el violeta, morado, malva, lila, pero el anaranjado tiene
tan pocos que el más común es... ¡naranja! Y, en español de Margarita, amameyado.
Más creativos, más pretenciosos, más inocentes, todos estos
modos de llamar a los colores revelan la naturaleza de la gente que los usa, y
quizá también las necesidades que han tenido, la distancia que han recorrido
desde el punto en que recibieron su idioma hasta el punto en que fueron
relevados por la generación siguiente. Y así, generación tras generación, la
lengua se alimenta a sí misma. En la lengua, como decía mi abuela, todo obra
para bien.
emalaver@gmail.com
Año IX / N° CCCLXXVII / 24 de enero del 2022
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