lunes, 7 de enero de 2019

Y parió la abuela [CCXLII]

Edgardo Malaver



Fernando Fernán Gómez en El abuelo, película
basada en la novela de Pérez Galdós



         Vamos en un taxi de noche y mi niña de cinco años conversa en el asiento de atrás con su prima de cuatro. Les llaman la atención las luces, los carros, los peatones; no atiendo mucho lo que dicen porque yo voy viendo los letreros. De repente, mi oído se detiene en la palabra abuelo, que ha dicho una de ellas. Mi niña pregunta: “¿Por qué se dirá abuelo? ¿De donde vendrá esa palabra?”. Se asoma al asiento de adelante y me pregunta: ¿Tú sabes, papi?”.
         La de años que he vivido yo con la intención de verificar mi hipótesis sobre la palabra abuelo. Le digo que abuelo parece provenir de la palabra aramea Abba, que equivale a Padre. “Jesús usa esa palabra cuando habla con Dios, que es su papá”. Además, continúo (simplificando el lenguaje de la gramática), el sufijo -uelo significa ‘pequeño’. Entonces, Abba más -uelo da abuelo. Un abuelo es un padre en menor grado, o sea, con menos responsabilidades, que hace menos trabajo con el niño. Aquí salta ella y dice: “Pero mi abuela tiene bastante trabajo conmigo”. Antes de que ella lo diga, yo me doy cuenta, pero sólo me queda exclamar: “¡Ah! ¡Es verdad!”. El taciturno taxista termina sonriendo. Todos en el taxi nos reímos. “Pero el padre es el que nos ama y nos protege en primer lugar y después, como de regalo, viene el abuelo”. Sé que le ha quedado claro, pero le prometo que al llegar a casa lo investigaré.
         Y resulta que ciertamente esa es una de las hipótesis que existen para explicar el origen de la palabra. Otras lucen más probables, a mi pesar. El profesor José Enrique Gargallo, por ejemplo, explica que en realidad la palabra “original” es aviola, en latín, que equivale a abuela (o más bien abuelita). Resulta muy convincente porque no logra uno imaginarse que los romanos de la antigüedad, los varones, hayan sido tan tiernos y cálidos con sus nietos como deben haberlo sido, en Roma y en todas las épocas y en todas partes, las abuelas. Además, los ciudadanos de Roma —y sus esclavos y sus soldados y sus poetas— no debían ser tan longevos como sus mujeres. De modo que hace miles de años, ante el desapego y la desaparición prematura de los padres, la abuelitud debe haber sido con mucha más frecuencia un rasgo más bien femenino que masculino.
         Gargallo no se detiene mucho a explicar cómo cambió la ve por la be en el salto del latín al español, que es quizá el único de la zona románica que lo escribe así. (En ese detalle, mi hipótesis —que, como acabamos de descubrir, en realidad no pensé yo primero— es más convincente.) Si pensamos en el origen arameo, aunque puede traducirse perfectamente a los demás idiomas (porque en todos los idiomas existen los abuelos), es probable que esta palabra tan lejana en la genealogía lingüística haya influido en el español porque el texto del Evangelio, escrito en griego, la conservó en su forma original y luego lo hizo también la traducción al latín.
         El diccionario de la Academia pone una acepción de abuelo, la cuarta, que me parece encantadora: “Cada uno de los mechoncitos que quedan sueltos en la nuca cuando se atiranta el cabello hacia arriba”. Quedan sueltos, se quedan atrás, quedan solos, como los ancianos cuando todos sus hijos se casan, tienen hijos o se van de su lado. El pueblo también suele ironizar cuando una situación empeora o se intensifica, diciendo: “Éramos pocos y parió la abuela”. Son éstas, y otras que no caben aquí, señales del contenido profundo de una palabra que nos acompaña desde la antigüedad porque palpita en nuestras emociones y en la historia de cada familia. Y precisamente la historia de una familia, de un linaje, de su nombre, puede nombrarse por medio de una palabra que deriva de abuelo. Así que ella misma es una palabra con mucho abolengo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLII / 7 de enero del 2019

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