martes, 27 de noviembre de 2018

Contra el mismismo [CCXXXVI]

Edgardo Malaver



Mafalda lo ha dicho todo


         Como todo lo que se podía decir del mismismo ya se ha dicho, e incluso se ha dicho más, no tengo la ilusión de aclararle nada a nadie. Además, observo que todo el que se decide a escribir sobre este fenómeno siente la necesidad, y sucumbe ante ella, de comenzar o justificándose —disculpándose, en realidad, como quien no ha tenido otro remedio— por actuar como inquisidor de la lengua o declarándose aguerridamente mismismista —porque eso terminan siendo cuando adoptan el mismismo para ridiculizarlo—. No es lo que pretendo yo, ni una ni otra. Eso parece una pelea, y lo que yo tengo con la lengua es un romance, no una pelea.
         Ya se ha dicho: es un fenómeno —así dice un científico: un fenómeno, no un vicio, no una desviación, no una falta— en que se recurre muy frecuentemente al uso de la palabra mismo (y sus variantes de género y número) para referirse a algo que acaba de ser nombrado (sobre todo sustantivos y adjetivos, parece). Se dice, por ejemplo, “El gobierno ha cerrado algunas emisoras de radio debido a que... —y aquí siente que sería pecaminoso y abominable volver a decir emisoras de radio, pero se da cuenta de que afortunadamente aún tiene tiempo de cambiar a...— las mismas han cometido numerosos delitos contra la estabilidad de la patria”. ¿Le suena?
         Existe —no sabemos por qué, pero no nos preguntamos, mucho menos investigamos si tendrá sentido—, una especie de prohibición de utilizar dos veces una misma palabra en un párrafo. Y es mucho peor —es decir, condenable— si aparece tres, cuatro veces, y digno de castigo cuando es en la misma oración. No sabemos por qué está como prohibido, por qué está mal, por qué nos lo reprochan, pero urge evitarlo. Bueno, sí lo sabemos: la escuela y su empeño en deseducarnos nos repiten desde que aprendemos a escribir la a que hay que preferir la muerte antes que incurrir en esa repetición. (Eso hace la escuela, pero lo hace sobre todo el empeño en deseducarnos, uno lo comprende más tarde.) Ante semejante alternativa, alguna estrategia hay que procurarse para eludir la horca, ¿no?
         El problema, ergo, no es propiamente el mismismo, que alguna vez debe ser útil para algo. El problema es el deseo incomprensible de aparentar que hablo bien, bonito, educado, cuando ni yo mismo logro ver con claridad lo que intento decir. Si en ese intento, no hago más que ponerme obstáculos a mí mismo, si en lugar de simplificar, produzco oraciones más complejas, invento atajos y desvíos para llegar a home sin pasar por tercera, lo más probable es que nadie me entienda, que es la principal razón por la que uno habla. Y eso no es hablar bien. Además, ese “hablar bien”... ¿qué es? ¿Qué hace falta para hablar bien? ¿Ser Andrés Bello?
         En contra de lo que piensa mi hermana menor, lo que deseo no es corregir a nadie, lo que deseo no es que la gente hable como yo. Uno no tiene derecho a desear eso. Que cada quien hable como se lo dicte y se lo permita su personalidad, su visión del mundo, la cultura en que vive. Diría Joan Manuel Serrat: “que se haga lo que está mandao y que no mande nadie”. Sería fantástico.
         En realidad no estoy en contra del mismismo, estoy en contra de la ultracorrección, del parecer lo que no se es, del deseo de sonar mejor de lo que se suena por dentro, porque nos parece que está mal sonar como sonamos. Si usted quiere sonar como si hubiera estudiado mucho, estudie mucho. Cambiar una palabra por otra no le va a funcionar, no va a sonar bien. Si nos limitamos a eso, terminaremos diciendo como Mafalda: “¡Sonamos!”.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXXVI / 27 de noviembre del 2018



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