Edgardo Malaver
Desde
que leí la noticia estoy buscando un artículo que recuerdo haber leído sobre la
clasificación antigua de los llamados retardos mentales, pero como parece que
lo escondí muy bien, voy a tener que conformarme con lo que encuentre en
Internet, que, aunque bueno, siempre me parece lo menos sustancioso. Aquel artículo
designaba las “taras” en términos de idiota,
estúpido, imbécil, mongólico, custodiable, entrenable, tonto, bobo, lerdo, etc. No recuerdo más términos, y no estoy seguro de que
todos los que pongo aquí aparecieran en la lista. Me interesaba, naturalmente,
por el uso científico que se hacía, hace más de 100 años, de unas palabras que
ahora son insultos, algunos más bien contundentes y sin retroceso.
Y
a mayor seriedad de la situación, a mayor exposición de los involucrados, el
insultante y el insultado, a mayor conocimiento de los circunstantes sobre
ellos, más agresiva la palabra elegida y más difícil remendar el capote.
El
21 de septiembre, en una entrevista con el canal NTN24 en Washington sobre la
actual crisis migratoria venezolana, el secretario general de la Organización
de Estados Americanos, Luis Almagro, dijo, refiriéndose al expresidente del
gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero: “Mi consejo —es un consejo nada
más— [es] que no sea imbécil. Es un consejo [...] que le puede hacer muy bien”.
Días antes, Rodríguez Zapatero, conocido mediador en otras crisis, había
afirmado que gran parte de la emigración venezolana hacia Brasil, Colombia,
Perú, Ecuador, Chile y Argentina se debía a las sanciones impuestas por Estados
Unidos a funcionarios del gobierno de Venezuela. Almagro, por su lado, ha
postulado que Venezuela vive una dictadura, con la que Rodríguez Zapatero
colabora, y que no hay que descartar opción alguna para ponerle fin.
He
encontrado, entonces, en Internet una clasificación antigua (sin rigor
científico, obsoleta, irrespetuosa para nuestros ojos contemporáneos, pero
lingüísticamente significativa) de aquellas “taras” según el coeficiente
intelectual de cada individuo. Eran seis grupos.
Primero
estaban los de inteligencia superior,
cuyo coeficiente iba de 129 a 120 puntos; luego los normales superiores, que estaban entre 119 y 110 —la mayoría de los
que hoy logran un título universitario están en este grupo—; los normales medios, de 109 a 90 —aquí está
casi la mitad de la población del mundo—; los normales mediocres, entre 89 y 80 —hoy, con suma dificultad podrían
terminar la universidad—; los casos
límite, entre 79 y 70, y el grupo que nos interesa, llamado deficientes u oligofrénicos, que no llegaban a los 70 puntos. Éste se dividía en
tres subgrupos: débiles mentales, con
coeficientes entre 69 y 50 —difícilmente terminarían la escuela primaria de la
actualidad—; los imbéciles, de 49 a
25 —que podían hacer tareas sencillas, como vestirse solos y llegaban a
formular oraciones, pero adquirían muy poco conocimiento) y, finalmente, los idiotas, cuyo coeficiente era inferior a
24 —considerados incapaces de abotonarse la camisa, por ejemplo.
Estas
palabras, que ya eran hirientes en su origen, al recibir estos nuevos
significados en su paso por la ciencia y volver a los labios de hablantes
comunes, especialmente de los menos sensibles ante las enfermedades mentales,
se convirtieron en insultos mucho más virulentos que antes.
Lógicamente,
todos esos términos fueron sustituidos en las ciencias que estudian la mente
humana, y sus avances también modificaron las definiciones, pero esas palabras
siguen significando lo que desde tiempos antiguos han significado. Y los
hablantes persisten en utilizarlos con esos significados, que, arbitrariamente,
el signo lingüístico conserva y perpetúa.
Hay
también situaciones que no parecen admitir otra explicación que la pérdida de
facultades, la falta de comprensión, la locura ¿Qué duda nos queda ya de que
hay consejos que parecen más bien insultos, pero al mismo tiempo, hay insultos
que parecen más bien informes médicos?
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXXVII
/ 24 de septiembre del 2018
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