En 1991, Arnold
Schwartzenegger se apoderó de una frase en español que terminó convirtiéndose en
leitmotiv de la película Terminator II. Al principio, John Connor
le enseña al robot exterminador a decir “Hasta la vista, baby” como fórmula de despedida desdeñosa, y, más tarde, cuando éste
congela al T-1000, es ésa la expresión que utiliza en el instante en que le
dispara. Después de esto, la frase ha protagonizado no pocas de las actuaciones
públicas del actor, incluso en la política. En Estados Unidos y fuera de él se
entiende tal como se entiende en español.
Para la inmensa mayoría ha
de haber sido un detalle gracioso, a lo sumo un ingenioso guiño a la población
latinoamericana de Estados Unidos que parecía abundar en los ambientes en que
se desarrollaba la historia. Para los observadores de los fenómenos de la
lengua tendría que haber significado algo más.
Pues sí. Buen número de
los hablantes del español, probablemente por causa de la dureza de las
condiciones en que viven en toda América Latina y en otros lugares, parecen
sentir que su lengua, como ellos mismos, es inferior a las demás. Piensan
enormes grupos de hablantes del castellano que las palabras que nombran su
mundo, como sus actividades e historias, individuales y colectivas, son indignas
de ocupar lugar alguno en el altar de los idiomas. Y entonces les nacen niños
que se llaman Máikol y sueñan con adoptar Rotweillers y si es cuestión de abrir
un negocio, no puede llamarse Peluquería Coromoto, tiene que ser Stayle Nails
and Happy Hand’s.
Sin embargo, visto desde
afuera, el idioma español, que celebra su fiesta hoy en el mundo entero, es tan
bueno y tan útil como todos los demás. O casi... Si nos limitáramos a la lengua
más influyente de este momento de la historia, el inglés, veríamos que éste no
le hace asco a los préstamos de palabras españolas. Los hablantes del inglés
también comen burritos en sus cafeterias, hacen la siesta y tocan guitars; no gustan de los guerrillas
ni de los aligators y ciertamente
huyen de los hurricanes. Su contacto
de toda la vida con nosotros les ha dejado estas y otras palabras, como fiesta, padre, matador, conquistador, generalisimo, canyon, rodeo, negro, macho, renegado, desperado, armadillo, cannibal, maize, pecadillo.
El alemán, que es también
una lengua “lejana” en origen, sabiamente se ha adueñado de palabras como Salsa, Moskito, Tango, Tapas, Embargo, Zigarre, Paella, Kastagnette, Machete, Fandango, Kakao, Kaiman, Kamarilla, que nacieron entre nosotros. En
portugués, más cercano, son conocidos los verbos atrever-se, apalear, zumbar, tutear, martilhar; y en
francés, romancero, hidalgo, bracéro, aficionado, torpédo, pasionaria, boléro.
Bart Simpson alguna vez
escribió en su franela la interjección “Carumba!”. Nana Mouskouri grabó
“Alfonsina y el mar”. ¡Existe una Academia Filipina de la Lengua Española! El
español, que un día fue la lengua dominante del mundo, como lo fueron antes el
griego y el latín, y lo han sido después el francés y el inglés, no tiene ningún
defecto que le impida dejar su huella en otros pueblos. En su propio pueblo, sin embargo, existe una especie de complejo de
inferioridad que nos hace pensar que todos los idiomas influyen en el nuestro y
que el nuestro no influye en ninguno. Hoy —y mañana y el mes que viene y toda
la vida— si hay que celebrar algo, ha de ser la palpitante dignidad que
da ser hablantes del español.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCV / 23 de abril del 2018
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