Edgardo Malaver
Esta historia tiene dos extremos, dos
episodios que están al principio y al final, pero mañana mismo puede aparecer
un episodio que vaya más allá, y habrá que escribirlo todo otra vez. En enero
del 2017, de regreso de Perú por Cúcuta, al preguntarle a un taxista el precio
del viaje desde la Plaza Santander hasta el puente internacional, éste me
respondió: “Doce pesitos, paisano”. Naturalmente me sorprendí de cifra tan
insignificante, pues unos amigos me habían aconsejado no pagar más de 10.000.
Cuando le manifesté mi confusión, me respondió: “Doce mil, doce mil, por
supuesto”.
Hace tres o cuatro días oí contar en mi
casa que un obrero se había presentado recientemente en un banco, en Caracas, a
cambiar un cheque con que le habían pagado un trabajo. Con la esperanza de no
llevar por la calle un paquete demasiado grande que llamara la atención de los
ladrones, preguntó si le podían dar, al menos, 60 billetes de 20.000 bolívares,
es decir, un millón doscientos mil. La señorita que lo atendía experimentó una
sorpresa parecida a la mía en Cúcuta, porque el cheque decía, en letras y en
números, que debía entregar a aquel cliente 1.200 bolívares, ni un céntimo más.
¿Por qué está pasando esto en Venezuela
y en Colombia? En un artículo anterior de Ritos
comentaba la aparición de un “nuevo plural” en el español venezolano. Algún
nexo debe haber con este otro fenómeno, aunque el de ahora no me parece tan
fácilmente comprensible. ¿Qué puede haber causado que, de repente, los
hablantes cuenten, con toda normalidad, hasta 999.999 e inmediatamente después digan:
“Mil”, en lugar de “Un millón”? Es
posible que el hábito de acortar las cifras “redondas” elidiendo la palabra mil, cuando el contexto indica que todos
se refieren a cifras muy altas (lo que en lingüística se llamaría el menor esfuerzo) “engañe” al cerebro, que,
al no haber registrado aún, literalmente, el número 1.000 en estos conteos, se
decide a terminar en él la cuenta en que se han estado mencionando sólo unidades,
decenas y centenas simples.
También en este caso tiene que tener su
participación el contexto, que está metido en todo, pero ¿hace falta que le
pase a uno una escena como la de aquel obrero en el banco para percatarse de
los inconvenientes de contar de tan disparatada manera? ¿Tiene que pasar por el
ridículo o por la estafa para darse cuenta de que 850.000 más 850.000 no da 1.700,
ni siquiera tratándose de bolívares... o de pesos? ¿Esto es señal de una
extrema habilidad o de torpeza? Si lo es de habilidad, ¿dónde ha dejado la
gente que suma así sus quejas sobre las complicaciones matemáticas? Y más allá,
¿esta contrariedad, esta confusión, este fenómeno es meramente matemático o es
también lingüístico? Ya ustedes saben mi opinión.
El año pasado, cuando ya estábamos en
el avión de San Cristóbal a Maiquetía, le comenté a mi familia mi conversación con
el taxista en Cúcuta. Todos se sorprendieron, es decir, no lo habían oído
antes. Al día siguiente, cuando salí a la calle en Caracas, como por obra de magia,
todo el mundo estaba hablando como aquel taxista.
El extremo final de esta historia da la
conclusión de que la mayoría de los hablantes, por lo menos en Venezuela, están
cambiando los números mediante la herramienta de la lengua... aunque no es lo
único que están cambiando. No sé si algún Saussure sabrá explicarse semejante
actitud.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CXCIII / 12 de febrero del 2018
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