Edgardo Malaver
En los siglos XI a XIII los cruzados intentaron reconquistar los territorios en que se había escenificado la vida de Jesús |
La policía de Londres nunca encontró a
Jack el Destripador. Nunca supo su nombre verdadero ni tuvo asomo de intuición
de su apariencia. En 1888 el célebre asesino descuartizó a cinco mujeres al
abrigo de la oscuridad de la noche y logró escapar sin ser visto ni despertar
sospecha. Tenía una preferencia malévola por las prostitutas, por lo que muchos
han insinuado que su perturbación espiritual debía ser aún mayor que su desvío
psicológico.
En realidad, la conducta de un asesino
no deja, por lo regular, mucho espacio para las líneas rectas. Y normalmente
las curvas y los quiebres van en diversas direcciones. Es como la propia
palabra asesino, que ha serpeado por
los siglos y ha pisado el territorio de varios idiomas, aunque siempre dentro
de la atmósfera del crimen.
En los tiempos de las Cruzadas —la
primera se inició en el 1096 y la última, la novena, terminó en 1272—, apareció
en el reino nazarí un grupo que, para resumir lo que se dice de él,
estaba formado por fanáticos musulmanes que consumían hachís y, en nombre de Alá, emboscaban
a sus adversarios políticos y militares, casi siempre cristianos, para inmolarlos. Aunque algunos autores
dicen que no eran adictos, la secta terminó recibiendo el nombre de ‘los
fumadores de hachís’, que en la lengua árabe de la época se decía,
aproximadamente, hash shashin. A
pesar de ser una pequeña minoría, la severidad de sus actos llamaba mucho la
atención. Por algo nos dejaron en herencia una palabra.
A pesar de que la palabra asesino tiene sinónimos claros como homicida, criminal, sicario, verdugo, matón, matarife, suicida, kamikaze, genocida, en
derecho se reconocen marcadas diferencias entre un simple homicida, por
ejemplo, y un asesino. Un homicidio no implica la preparación alevosa y torcida
que requiere un asesinato. Y aunque suene duro a nuestros oídos, no todos los
homicidas son delincuentes, porque un homicidio puede ser accidental,
involuntario e incluso inadvertido. Todas estas “modalidades” de ejecutar el
acto de matar (y las que, gracias a Dios, no se me ocurren) desembocan en el
final común de la muerte de la víctima, pero cada una de ellas contiene algún
rasgo que las distingue de las demás.
No parece haber grandes diferencias entre
los crímenes que cometían los miembros de la secta de los consumidores de
cáñamo y muchísimos que se cometen ahora. Elementos como la elucubración, la ventaja
física, la emboscada, las motivaciones ideológicas, la ambigüedad moral y ética,
e incluso el uso de sustancias estimulantes son comunes a una y otra época,
pero hay factores nuevos: armas más “sofisticadas”, sueldos más jugosos, perpetración
en público y, a veces, hasta cámaras de televisión.
Caín, Bruto, Barba Azul, Charlotte
Corday, el asesino de John Lennon comparten con muchos reyes, tiranos y jefes
militares ese nombre que recrudece la oscuridad de su significado con la
inocencia de sus víctimas. Asesino,
como sucede con cada palabra puesta en su ambiente natural, no será nunca una
simple palabra. Dicha con la fuerza que da el dolor, traída a la voz por la
injusticia, pronunciada por los labios rabiosos de los dolientes, puede convertirse
en la piedra más dura lanzada a la frente de los opresores.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXI
/ 17 de julio del 2017
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