martes, 30 de septiembre de 2025

Aún sin terminar de traducir el libro más traducido del mundo [DXVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Niñas japrerias del sur de Venezuela

 

 

         “Miles de años después de los primeros manuscritos y cientos de años [después de] Gutenberg”, dice la página web de Aletheia, “57 por ciento de los idiomas activos en el mundo aún no dispone de una traducción completa de la Biblia”.

         Impresionante, ¿no?, difícil de asimilar a la primera. Esta noticia, que revela en primer lugar que el cristianismo no ha llegado aún a todos los pueblos del mundo, da una señal clarísima sobre las dificultades que enfrenta una tarea tan delicada como la traducción. Y también deja clara la inmensa carencia de traductores que hay, a pesar de que cada día son más las personas que, incluso sin mucha una mínima formación académica, se llaman a sí mismas traductores, y justamente ahora que recorre, palpable y virtualmente, la idea de que con la aparición de la llamada inteligencia artificial ese problema ya no existe.

         La Biblia tiene la reputación de ser el libro más traducido del mundo y de la historia. Sin embargo, resulta que semejante trabajo, que uno a simple vista no logra imaginarse cuán grande es, está aún por terminar. Y no es que falta una docena de idiomas o dos en que aún no existe una versión de la Biblia. Es que, según la Sociedad Bíblica Americana, de las 6.901 lenguas que se utilizan hoy en día para comunicarse, menos de la mitad dispone de la Palabra de Dios para los hablantes que sólo se expresan en su lengua materna.

         Si la primera traducción de los diversos textos e idiomas de la Biblia al latín le tomó a san Jerónimo unos 20 años, ¿cuánto tiempo más tendrán que esperar los creyentes de esos idiomas?

         Las regiones del mundo san Jerónimo tendría que inspirar con mayor intensidad a los traductores son África Central, Eurasia, en Asia y la región Indo-Pacífico. En Sudán del Sur, por ejemplo, 65 pueblos originarios hablan unas 100 lenguas, en ninguna las cuales los hablantes disponen de las Sagradas Escrituras completamente traducidas. Lo que es más, en 31 por ciento de esas lenguas ni siquiera se ha comenzado nunca a traducirlas.

         En Venezuela misma, unas 3.280 personas, según datos del 2015, nunca han leído ni una palabra de la historia de Abraham, de David ni de Jesús en su lengua nativa, ni siquiera aquellos que cuentan como creyentes. Los hablantes de mandahuaca (posiblemente extinta ya, en la frontera con Brasil), japreria (de la Sierra de Perijá) y mutus (o mapoyo, a lo largo del Orinoco) son las comunidades venezolanas que podrían llamarse “abíblicas”. En Perú, la cifra crece hasta 57.100 ciudadanos. ¡En México son 79.800!

         Pero las cifras sorprendentes no se producen solamente en el Tercer Mundo. En Alemania y en Canadá, en Rusia y en Suiza, en Australia y en Dinamarca, en Estados Unidos y en España también sucede.

         En el Día del Traductor de este año, entonces, démonos cuenta de cuánto trabajo falta por hacer. Démonos cuenta de que la llamada inteligencia artificial tiene poco con qué competir con nosotros en este terreno. Démonos cuenta de que la traducción es también una misión, como lo fue hace 1.600 años para el santo patrono, que no se acobardó por el tamaño del compromiso.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DXVII / 30 de septiembre del 2025

DÍA DEL TRADUCTOR Y DEL INTÉRPRETE

DÍA DE SAN JERÓNIMO

 

lunes, 29 de septiembre de 2025

Desocupado, carísimo, suave lector [DXVI]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Leía de claro en claro y de turbio en turbio.
Buenos amigos (1881), de Albert Edelfelt

 

 

 

         Cuenta el nunca como se debe alabado autor de Don Quijote de la Mancha, de cuyo nacimiento en fecha de hoy supe acordarme, que en escribiendo el prólogo de su obra más grande y más discreta, encontrábase “suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría”. Y costábale tanto escribirlo debido a una sola circunstancia: “el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo”. Temía presentar su obra “seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina”.

         En semejante situación he estado yo en los días recientes al pensar qué podía decir en el artículo de hoy, que por tradición dedico a Miguel de Cervantes el 29 de septiembre, cuando comenzó a sonar en mi mente aquella sencillísima pero enigmática formula de dirigirse el autor a su público: “desocupado lector”. Me resulta enigmática porque no cabe en ese momento de la obra más que halagar, seducir, atraer al lector para que al menos eche un vistazo a la obra que se pone en sus manos —y esto en cierta forma confiesa Cervantes en algún punto—, pero él lo adjetiva como “desocupado”. ¿No suena a la primera como una especie de reproche? ¿No parece que estuviera llamándolo más bien ocioso, de lo cual no iba a sentirse feliz, por más que lo fuera, nadie que se respetara a sí mismo?

         Claro que sí. Sin embargo, la primera mitad del prólogo de Cervantes pretende disculparse de estar a punto de entregar el texto a la imprenta sin todas las notas de brillantez y erudición que se acostumbraba e incluso sin prólogo porque, honestamente, no encontraba qué escribir ni qué poner antes del principio ni después del final de las aventuras de su “enamorado” y “distraído” personaje. La verdad es que no le tocaba a Cervantes escribir tal prólogo. Yo he oído a autores tan enterados de este asunto como Arturo Úslar Pietri (1906-2001) y Mario Vargas Llosa (1936-2025) decir que en realidad Cervantes escribió él mismo el prólogo de Don Quijote, que no era lo que se estilaba en su época y era mal visto, porque todavía en 1604 nadie daba un centavo por un autor como él, un desconocido, un soldado fracasado, un poeta que no había publicado nada en veinte años, un actor sin histrionismo, un dramaturgo de sainetes. De modo que lo que dice de sí mismo en el prólogo, aunque parezca modestia, termina siendo cierto, al menos parece ser lo que se decía de él:

 

Yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos.

 

         Entonces, el adjetivo que nos dedica a los lectores no es, ni mucho menos, ofensivo ni desafiante. Nos dice en realidad: usted, que solo estando desocupado podría haber hallado el tiempo para coger entre manos esta obra; usted, que tiene tanto tiempo disponible que se ocupa nada menos que de leer este libro que ni los sabihondos letrados han querido prologar; usted, oiga esta advertencia.

         Cervantes es tan poco descortés con su lector que, poco después de dejar esto asentado en el texto, incluso le expresa estima, y alta estima. Le dice “lector carísimo”. No puede hacer otra cosa un autor que cree, como parece creer Cervantes, que su obra no vale tanto como ahora sabemos que vale. A cualquiera que, a pesar de todo y aun al pasar el tiempo, se ponga a leer Don Quijote le espera esa grande recompensa en las propias páginas de la novela: el cariño del autor. No soy un lector cualquiera, no soy un lector desechable, no soy un lector gris ni ignorado: soy un lector “carísimo” a la mano que escribió lo que leo. Soy lector de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

         Y no se conforma Cervantes con lo dicho hasta ahora: al dirigirse por tercera vez al lector en el prólogo lo llama “lector suave”. ¿Qué significará esto? Hay dos series de sinónimos que da el diccionario, basadas en las varias acepciones de la palabra suave. La una es “agradable, dulce, grato, gustoso, delicado”. La otra es “magnífico, excelente, estupendo”. Es decir, después de celebrar que el lector tenga el tiempo de dedicarle unas horas de lectura, después de expresarle su estima, Cervantes lo halaga y le manifiesta incluso su gratitud por la finura que ha demostrado para con él al leer su libro. Qué gusto da escribir para ti, desocupado, carísimo, suave lector, qué estupendo eres, qué dulzura es dejarte escritas estas palabras que tanto me ha costado tejer.

         Creo que ambos interlocutores salen satisfechos de este intercambio, porque no es poco lo que disfruta uno, lo que se ríe, lo que ama al leer la historia de aquel delirante hidalgo que todo era capaz de arriesgar, y aun de perder, por su amor a la justicia, a la belleza y lo grande que hay en el espíritu humano.

         Con razón cuando les pregunto a los escritores de hoy de qué escritor del pasado les hubiera gustado ser amigos, antes de que me respondan, interiormente me digo a mí mismo que si me preguntaran a mí, diría: “De Cervantes”. No se me asoma vacilación alguna.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DXVI / 29 de septiembre del 2025

ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE CERVANTES