lunes, 8 de enero de 2024

¡Ja, ja, ja...! [CDXLII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

¡Ah, doña Inés! ¡Oh, don Juan!
Foto: C. Fornas

 

 

 

         Todos nos hemos reído, ¿no? Y desde que existe la “correspondencia digital”, todos nos hemos reído digitalmente. Me salto el prolongadísimo período de “correspondencia de papel” (¿papírica?), que no creo que haya terminado en realidad, porque parece que a pesar de su longitud histórica, como que a nadie le llamó nunca la atención como ocurría, cómo llegaba de los labios al papel. Lo cierto es que ahora que tan poco escribimos sobre papel, a muchos les sucede preguntarse cómo habría que transcribir el sonido de las carcajadas. ¿Cómo se escribe la risa, por ejemplo, en las redes sociales?

         Eso ya estaba resuelto. No hay razón para que sea diferente a como había que hacerlo antes de la existencia de Whatsapp, pero está de moda ignorar (e ignorar como acto consciente y como propósito trascendente, ignorar como camino al éxito), y entonces cada día es el momento ideal para crear el mundo otra vez. La fotografía existe desde hace más de 180 años, pero esta generación y no hablo de los muchachos que este mes cumplen 15 o 16 años— cree con fe ciega que es la inventora de la “selfie”. Estoy demasiado apurado por ver lo que sigue, no tengo tiempo para recordar ni aprender sobre esto, lo voy a poner como suena: “jajaja”.

         ¿En serio suena así? Ver la onomatopeya de la risa escrita así me hace recordar ese grupo de verbos que tienen conjugaciones que parecen diseñados intencionalmente para explicar la acentuación de las palabras esdrújulas, graves y agudas: público, publico, publicó; líquido, liquido, liquidó; ejército, ejercito, ejercitó. Escrito así, ¿cómo se lee, cómo suena jajaja?

         La onomatopeya de la risa —la forma más razonable de transcribirla, quiero decir— se comporta como las interjecciones —sí, claro que estoy enterado del trance por el que están atravesando las interjecciones—, que no se atreven a invadir el territorio de las otras palabras que las circundan y, por eso, se quedan siempre detrás de una coma. Oigamos algunas:

 

Oh, clemente; oh, piadosa,

oh, dulce Virgen María...

 

Caramba, mi amor, caramba,

lo bueno que hubiera sido

si tanto como te quise

así me hubieras querido.

 

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

 

¡Ah, mundo!, la negra Juana,

la mano que le pasó.

Se le murió su negrito,

sí, señor.

 

         Estoy recordando un bolero que hace lo mismo, pero con los vocativos:

 

Amorcito, corazón, yo tengo tentación

de un beso.

 

Zorilla también lo hace, y sus versos se nos quedan colgados de la memoria:

 

Doña Inés del alma mía,

luz de donde el sol la toma,

hermosísima paloma

privada de libertad [...]

 

         No es muy diferente de cuando va usted caminando por la calle con un amigo y aparece de repente un caballo verde corriendo a toda velocidad contra el sentido del tráfico. Usted le coge un brazo a su amigo y exclama con urgencia: “¡Mira, mira, mira!”. O mejor dicho, no es muy diferente de cuando hay que escribir eso: se separa con comas.

         Ustedes no se pueden imaginar la de gente que me ha preguntado: “Pero ¿quién se ríe con tantas pausas?”. La pregunta es inteligente, pero esas comas no representan pausas sino una enumeración. (Aquí, bajito, entre nos, les confieso que, por amor a la paz, siempre me callo esta respuesta: “¿Y por qué leen con tantas pausas donde no aparece ninguna coma?”.) Se escribe así porque es una seguidilla de elementos iguales que no suman sentido a lo que se dice, sino algún otro rasgo. No se trata de un sujeto seguido de su verbo, que, a su vez, es seguido por un complemento (Pedro + comió + arroz + ayer, por ejemplo), cadena en la cual la presencia de comas ciertamente entorpecería la lectura.

         Al final, ja, ja, ja es una onomatopeya: en realidad no hay manera de representarla fielmente en la escritura. No son los sonidos del habla lo que uno emite cuando se ríe. Es como los ruidos que hace la naturaleza: una ola del mar, el relincho de un caballo, un árbol que cae al suelo. Tampoco podemos representar con íntegra certeza los ruidos que hacen nuestros inventos: ¿cómo se transcribe el ruido que produce el vuelo de un avión, el tambor de una lavadora, el disparo de una pistola? La gracia de las onomatopeyas es que traducen, o intentan traducir, a nuestro idioma esos ruidos, que son intraducibles y que en cada idioma se oyen distinto.

         La risa humana también es un sonido de la naturaleza, y en español, las normas de escritura del español simplemente han representado ese sonido con la mayor semejanza que han podido; es una curiosidad, una coincidencia que, al mismo tiempo, esta onomatopeya esté compuesta de interjecciones, no es una sola palabra. La imagen de una carcajada escrita puede, sí, parecer algo gracioso, pero no es cuestión de reírse.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLII / 8 de enero del 2024

 



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