Edgardo Malaver Lárez
Puente de los Suspiros, Barranco, Lima |
No habré sido yo el único que mil veces
se preguntó, siendo niño, qué significaba “irse de villa” en el muy conocido
refrán el que se va de villa pierde su silla, que es como lo oía yo
cuando era pequeño y como sigo oyéndolo hoy en Venezuela. Tampoco habré sido
el único que, un poco más grande, pensó, tratando de entender, que lo más
probable era que originalmente se dijera el que se va de la villa... —ya
comenzaba a sonar colonial, ¿no?—, y que el oído colectivo, arbitrariamente,
ajustaría la métrica a siete sílabas, en contra del popular verso octosílabo. Y
después, muchos habrán, como yo, concluido que esa villa tenía que ser Sevilla.
¿Qué otro nombre de ciudad española se iba a parecer más?
El problema persistía porque era
forzado decir: “El que se va de Sevilla pierde su silla” en momentos en que
alguien se levanta y otro que ha estado de pie mucho tiempo aprovecha la oportunidad
para sentarse —o cuando alguien descuida un negocio o un asunto que le interesa
y luego lo lamenta al ver que ha sido desplazado—. Alguna vez me he propuesto
comenzar a decir más bien: “El que se va a Sevilla...”, que resolvería la
disparidad en el número de sílabas, pero no, con la lengua no hay quien pueda:
sigue sonado como una guitarra con cinco cuerdas.
Hoy me he tropezado en Internet con un
libro que dejé en Caracas, El porqué de los dichos (1955), de José María
Iribarren (1906-71), y echándole un vistazo rápido, me di en la frente con el
refrán Quien se fue a Sevilla perdió su silla. Como no hace falta señalar
las sutiles diferencias y por el mero placer de oír de una voz sabia la ansiada
respuesta, voy a reproducir aquí lo que dice Iribarren:
Quien se fue a Sevilla perdió su silla
[Se emplea este dicho cuando alguien se ausenta
momentáneamente de un lugar, por lo general una habitación, y, cuando regresa,
otra persona ha ocupado su sitio. En sentido más amplio, indica que la ausencia
puede ocasionar un perjuicio]
Este dicho debió de originarse del siguiente hecho histórico que
refiere Diego Enríquez del Castillo en su Crónica del rey Enrique IV
(caps. 26 y 54). En tiempos de Enrique IV le fue concedido el arzobispado de
Santiago de Compostela a un sobrino del arzobispo de Sevilla, don Alonso de
Fonseca, y como el reino de Galicia estaba muy alterado, creyó el electo que el
tomar posesión iba a costarle Dios y ayuda. Se lo pidió a su tío, y este
convino en que iría él a Santiago a pacificar Galicia, y que mientras tanto su
sobrino se quedase en el arzobispado de Sevilla.
Don Alonso de Fonseca restableció el sosiego en la revuelta
diócesis de Santiago; pero cuando trató de deshacer el trueque con su sobrino,
este se resistió a dejar la silla hispalense.
Hubo necesidad, para apearle de su resolución, no solo de un mandamiento del papa, sino de que interviniese el rey y de que algunos partidarios del sobrino de Fonseca fuesen ahorcados después de breve proceso.
Monláu, que refiere esto en su libro Las mil y una barbaridades (Madrid, 1869), concluye: «Dedúcese que el refrán debe decir que la ausencia perjudica, no al que se fue a Sevilla, sino al que se fue de ella».
Y le faltó decir que, además de todo
esto, el sobrino, que se llamaba igual que el tío, no abandonó la hermosísima Catedral
de Sevilla sino a punta de espada. La tensión se disipó en 1469. Es fácil
imaginar que al terminar ese siglo, cuando los españoles acababan de llegar a
América, o un poco después, a ambos lados del océano habría quien recordara que
aquella situación había puesto en labios de la gente común la ahora archiconocida
expresión. Los niños del siglo XX hemos tenido que investigar para saberlo.
Además, en muchos lugares hay
variaciones. Hoy mismo he leído que en Ecuador tienen su propia versión del
refrán: El que se fue a Quito perdió el banquito. En algunos lugares de España
dicen más bien Quien fue a Sevilla perdió su silla, y quien fue a Granada no
perdió nada. No he oído, sin embargo, versión más creativa y graciosa que
la peruana, probablemente para referirse jocosamente a la bohemia del barrio limeño
de Barranco. Aquí, cualquier que oiga decir la versión sevillana del refrán
automáticamente responderá: “Y el que se fue a Barranco perdió su banco”. E
inmediatamente, aunque sea un desconocido, alguien replicará con la ingeniosa coda:
“Y si viene de Lima, se sienta encima”.
emalaver@gmail.com
Año
X / N° CDVI / 9 de enero del 2023
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