Edgardo Malaver
La Phoenix
dactylifera no de mucha sombra, pero sí la llevaron los españoles a América |
La
semana pasada tuve que hacer una traducción legal. Sí, leyeron bien: tuve que
hacerla, me vi obligado, me pusieron grillos, y no me los iban a quitar a
menos que la terminara. Tuve que traducir una partida de nacimiento. Pero, tal
como promete la sabiduría popular, no existe experiencia dolorosa que no nos
traiga, aunque sea más tarde de lo que uno podría esperar, una recompensa, una
gratificación, un regalo.
No era
una partida como las de ahora, que son una planilla, que asegura una mayor
precisión y amplitud en la “recogida” de los datos pero que aniquila casi
totalmente el encanto de las viejas partidas de nacimiento, que eran (y
seguirán siendo) deliciosas como discurso y también como un despliegue de toda
especie de menudos detalles léxicos, sintácticos y semánticos. A pesar de que,
a primera vista, lo que destaca en ellas en el presente es una redacción que
intenta ser rimbombante y sólo consigue expresarse con mucha torpeza, me pasa
cada vez que tengo una entre manos que oigo la voz de un escribiente español
del siglo XVI, pluma (de ganso) en mano, sentado en una improvisada mesa de madera
americana, bajo un datilero recién sembrado, tomando nota de los datos de un
niño que un soldado acaba de tener con una india de Cumaná, de La Guaira, de
Coro... cuando aún no tenían esos nombres: ...y en ansí faciendo, el
sobreescrito súbdito y servidor de Su Soberana Majestad el Rey de las Españas de
viva y clara voz, incontinente, manifestó que, habiendo viajado y llegado en la
susodicha goleta y establecídose como hubo, que de ello a bien tiene jurar
sobre su honor y su salvación, en este poblado de las tierras del Nuevo Mundo...
Ese fue
el regalo: las palabras. Qué simpleza la de decir hoy, sin sal ni pimienta: “...y
declaró...”. Uno se pregunta si todos aquellos detalles eran pertinentes, necesarios,
útiles. Yo de pequeño, cada vez que oía las bromas acerca de la redundancia que
había en cada una de nuestras partidas de nacimiento, pensaba que alguna razón
debía haber. No podía ser que nunca nadie se hubiera dado cuenta de que si el
documento decía niño, no hacía falta poner varón. Algo tenía que
haber ahí que yo no era capaz de ver y explicar (y, antes que eso, explicarme).
Estudiando lingüística y, más tarde, traducción lo comprendí todo: claro que eran
pertinentes, y fueron necesarios, y son muy útiles.
El texto
jurídico es habitualmente redundante, y sus redactores son intencionalmente
redundantes. La redundancia en el texto legal no sólo no es mal vista, sino que
es percibida como una necesidad primaria, esencial, infaltable. Cuando un
contrato, por ejemplo, omite la mención de un detalle porque un dato
inmediatamente adyacente lo deja implícito, o sea, claro, de todas maneras se
echa de menos la redundancia. No se le “siente” confiable, no da la certeza
total y absoluta de que toda posible grietecilla de ambigüedad, de duda, de
negación ha sido cerrada. No se tiene garantía ni certeza suficiente de que ese
mismo documento que nos otorga algo no va a servir para despojarnos de todo. He
ahí la razón para escribir las cifras en números y entre paréntesis después de haberlas
escrito en palabras; para alargar las frases repitiendo los nombres completos
de las partes interesadas, aunque se les haya mencionado dos líneas antes y tan
sólo bastara con un pronombre para referirse a ellos, incluso para llenar de
guiones, de equis, de sellos las líneas no utilizadas de una página cuando el
texto es breve.
Y
también por eso tiene que ser que las partidas de nacimiento, al menos las
venezolanas, contenían lo que todo el mundo interpretaba con una redundancia
derivada de la falta de atención del escribiente o, peor aún, de su ignorancia.
En los primeros tiempos de este modelo de partida, que tienen que haber sido los
primeros tiempos de la Colonia, ya debe haber sido necesario decir de manera
hiperbólicamente explícita si un recién nacido era varón o mujer, y esa
diferenciación era tan importante que no sólo era sexual sino sobre todo social
y económica. La herencia dejada a un hijo varón era mucho más importante que lo
que se le pudiera dejar a una hija mujer (¿por qué necesito redundar en este
caso?, ¿será porque era necesario?). El valor de un ciudadano (en tiempos anteriores,
de un súbdito) ante el resto de los ciudadanos y de las autoridades, ante las
cuales ser mujer era no ser casi nada (entre más antiguo, menos aún), tenía que
ser asentado con claridad en documentos firmados y sellados para que lo que se era
por naturaleza pudiera ser verdad en la sociedad. Y finalmente, ante la ley,
los derechos a casi todo que daba ser varón, en particular en las clases altas,
exigían que este hecho fuera legalmente demostrable e innegable.
Las
deformaciones de la redacción de estas partidas deben haber llegado después, presumo
yo que comenzó a desmejorar cuando desmejoró la educación de los escribientes,
que eran escogidos en siglos pasados entre aquellos hombres que, aunque no
tenían dinero ni alcurnia, ni siquiera grados universitarios, pasaban la vida estudiando
y, por tanto, escribían bien.
Excepto
por la preparación intelectual de los escribientes (y ahora también por la
forma del documento), todo sigue igual. Los textos legales podrían ser mucho
más breves si no hubiera que guardarse tanto las espaldas... y se conociera
mejor la herramienta con que se construyen: la lengua. Al final, se trata de un
sistema que se sirve de la lengua y de todos sus recovecos e intersticios para,
al mismo tiempo, cumplir escrupulosamente la ley y para violarla sin asomo de
perturbación ni titubeo.
Por
fortuna para nosotros, porque gracias a ello, existen esos documentos deliciosos
del pasado, que son como voces lejanas que nos dibujan en la mente el mundo de
nuestros abuelos, como quien arma, pieza a pieza, un rompecabezas.
emalaver@gmail.com
Año IX / N° CCCLXVI / 20 de septiembre del 2021
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