Ariadna Voulgaris
Un rey
—o un verdulero— debe haber inventado un dios para las februas, y lo llamaron Februus |
Dos de mis amigos de Venezuela me
escribieron en enero para decirme que mi ‘rito’ sobre el nombre del mes me
había quedado demasiado serio. Es verdad, pero ya les respondí para matarles
las esperanzas de que yo admita haber tenido tan horrenda conducta. Aquí delante
de ustedes es otra cosa y tengo que buscar la forma de enmendar ese error.
Habéis de saber que en Roma, incluso antes
de Rómulo y Remo, cuando el año no les duraba 12 meses sino 10, no existían
enero ni febrero. O existían, pero eran un tiempo que no tenía nombre al final
del año. Los romanos no solían ir a la guerra en esos días sino planificarla. Y
no solían sembrar, regar ni cosechar porque, de verdad, verdaíta, la
naturaleza se oponía. Era invierno. En algún momento (hay quienes dicen que fue
en tiempos de Numa Pompilio, segundo rey de Roma), se dejaron de titubeos y
dividieron en dos ese período, que era de 60 días después de diciembre, y lo
nombraron IANVARIVS y FEBRVARIVS.
Y así febrero fue el último mes del año,
hacia el final del cual los romanos se dedicaban a purificarse para recibir la primavera.
Era un festejo de la fertilidad de la tierra, pero también del hombre y de la
mujer (ya se imaginan ustedes los ritos, muy agrosilvestres, pero también muy
ecoapasionados y eronaturales). Creían ellos que así entraban en el nuevo año
como seres nuevos e inmaculados (como quien ahora se pone ropa interior
amarilla el 31 de diciembre, pues). La parranda y el fandango, que se prendían
el 15 de febrero, eran llamados februas. Como la fiesta, también llamada
februalia, fue antes incluso que la ciudad, fue ella la que le dio
nombre al mes: mensis februarius, mes februario, mes de las februas.
En Internet abundan las páginas que
afirman que februa es el origen de fiebre, y que los romanos
pasaban sus fiebres en ese último mes del año. Pero no me convence, es
demasiado simple. ¿A uno le da fiebre en febrero?
Después de todo esto, en el año 45
antes de Cristo, Julio César ordenó reformar el calendario y enero y febrero
dejaron de ser los meses undécimo y duodécimo para ser los meses primero y segundo.
Y como los romanos tenían un dios para cada menudencia de la vida, un día a
algún rey —aunque bien puede haber sido a un verdulero— se le vino encima la
luz y concibió la idea de inventar un dios para las februas. Y he aquí que a
ese dios lo llamaron Februus, y luego fue el dios de febrero. El proceso
inverso de Jano con enero.
Lo único que me falta mencionar es la
curiosidad de que la palabra febrero en el castellano de hoy en día no
se escriba con hache, como otras tantas que en la Edad Media y antes se
escribían y se pronunciaban con efe: fijo, ferida, fermoso.
Sin embargo, miren lo que se tiene Lope de Vega escondido en su Primer
romancero, de 1588:
Pasado el hebrero
loco,
flores para mayo
siembra,
que quiere que su
esperanza
dé fruto a la
primavera.
¿Y
lo que cuenta Antonio de Herrera en su Historia general de las Indias
Ocidentales (sic), de 1601-1615?:
No le descuydava
Hernando Cortés de encomendar a Dios su viage, y siendo ya casi mediado el mes
de Hebrero, y el tiempo acomodado para partir, hizo decir una Misa del Espiritu
Santo.
Y
como me da miedo desobedecer a mi maestro Simón D’Agostini (“No aburras a tu
público, hija mía”), les dejo un pedacito de La Florida del Inca, de
1605, del Inca Garcilaso, y me despido:
En estos
ejercicios se ocuparon los nuestros todo el mes de hebrero, marzo y abril, sin
que los indios de aquella provincia los inquietasen ni estorbasen de su obra.
Promesa es promesa: me tengo que
despedir. Ese es el cuento de la palabra febrero, no creo que tan
divertido como el de enero.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año VIII / N° CCCXLIII / 8 de febrero del 2021
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