Ariadna Voulgaris
Charles Chaplin y Virginia Cherrill en
Luces de la ciudad (1931)
A
mí hubo un tiempo que me tenía deslumbrada este asunto cuando estudiaba
Educación. Cuando descubrí la clasificación de los retrasos mentales, me quedé
enganchada con dos palabras que aparecieron en el siglo XIX para designar a
pacientes “anormales”, o con facultades disminuidas respecto a la mayoría “normal”.
Las palabras eran idiocia e imbecilia.
Es
curioso que los propios psicólogos, al definir estos conceptos, recurren casi
siempre la etimología (griega, latina o grecolatina); en el caso de idiocia,
la raíz es idio, que significa ‘lo propio’, ‘lo individual’. En griego,
la palabra implica total ausencia de inteligencia y razón; pero el concepto
abarca también la indiferencia social y política, el desinterés hacia la comunidad
o la incapacidad de ejercer la ciudadanía. En la antigüedad, todo varón adulto griego
libre tenía que tener participación pública, la cual presuponía domino sobre sí
mismo, sobre su vida y sus propiedades, que incluían su mujer, sus hijos y sus
esclavos; sin embargo, esta mujer, estos hijos y estos esclavos, al no ser ‘varones
adultos libres’, al no tener control de sí mismos, eran una especie de
discapacitados, se circunscribían a la esfera de otro ser y no podían ocuparse
más que se sus propios asuntos, no tenían vida pública, eran idiotas.
La palabra imbécil, por su lado, proviene
de baculum, ‘bastón’ en latín; con la negación im-, indica en castellano
‘el que no lleva bastón’; la imagen que evoca es la de los ancianos que se
ayudan de un bastón para caminar; son los más sabios de la comunidad, así que
los ‘sin bastón’, los ignorantes, los inconscientes, los no aptos para la vida
en sociedad son los imbéciles.
Pero
eso era en el siglo XIX; después las clasificaciones han sido menos amagas; para
“objetivizar” el estudio de los retrasos mentales (término que solo indica velocidad
de aprendizaje), muchas clasificaciones se han basado en la medición del
cociente de inteligencia (y en este caso, inteligencia significa, en
resumen, capacidad de resolver problemas). La primera de estas mediciones fue
la ideada por los franceses Alfred Binet (1857-1911) y Theodore Simon (1873-1961),
que ha tenido siempre la buena reputación de que sus autores pretendían aplicarla
a los niños “anormales” (así decían) para prestarles ayuda; pero quizá fueron
ellos los primeros que usaron los socorridos términos idiocia e imbecilia
en psicología; otros, tergiversando su fin inicial, discriminaron, insultaron y
maltrataron a los retrasados mentales. Hasta el presente se usan aquellos exámenes
de Binet y Simon para rechazar candidatos en los empleos, en los ejércitos y
hasta en las propias escuelas.
Después
se trató a los pacientes de retraso como mascotas: se les llamó, por ejemplo, custodiable,
educacable y entrenable; y más tarde han venido nombres menos
agresivos, pero la marginación y la estigmatización han persistido.
Esos apelativos, muy científicos y todo,
ahora nos suenan referidos a bestias salvajes o animales en general que pueden
domesticarse; quien los usa se cree tan superior (y con el apoyo de la ciencia)
que, además de llamar locos a sus semejantes, los ve como seres desprovistos de
razón, ajenos a la humanidad. Toda una abyección, pero eso también somos los
seres humanos... los psicológicamente normales, quiero decir.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año VIII / N° CCCXV /
7 de septiembre del 2020
Muy buena explicación, me encantó. Exponiendo el origen y desarrollo, se entiende bien el sentido de las palabras.
ResponderBorrar¡Gracias!