No
supe nunca cómo llegué a juntar las unas con los otros, pero, de pequeño, en la
imaginación, yo les asignaba colores a las vocales. Llegué incluso a usar mis
lápices de colores para dibujarlas, distribuidas, en apariencia caprichosa y
aleatoriamente, entre las monótonas consonantes, a veces más cerca, a veces a
dos, tres, cuatro espacios de la siguiente, todo por el puro placer de poner la
hoja a cierta distancia y disfrutar del colorido irregularmente ordenado.
Imaginar que hacer las letras más grandes, sustituir alguna breve palabra,
agregar un prefijo, las cambiaría de lugar y les mudaría el aspecto, me
insinuaba que el mismo texto podía lucir de diferentes formas y que, aun con
los mismos colores, tendría infinitas posibilidades de combinación; todo esto
me llenaba de fascinación. Si no fuera por la lectura, por los libros, por las
historias, este sería el recuerdo más caro de mi escuela primaria.
Haciendo
estos juegos de letras y colores, de sonidos que eran imágenes, llegué a
bachillerato; y recordándolos, llegué a la universidad, pero no los abandoné nunca.
Mentalmente, he jugado miles de veces con las vocales y sus colores. Sin
embargo, había aprendido a jugar solo, porque las muecas que he visto las tres
o cuatro veces que lo he mencionado a algunos amigos me disuaden compartir mi
juguete con otros niños. Así que no me esperaba llegar a tener un alma gemela
que me disparara las palpitaciones al preguntarme, no bien ha aprendido
siquiera el orden de las letras en el alfabeto: “Papi, ¿para ti de qué colores
son las vocales?”.
Para
ella, la a es roja, la e es azul y la i es amarilla, exactamente como lo son para
mí; en su imaginación, la o es verde y en la mía es marrón (“Podemos dibujar un
árbol”, me dice); ella ve la u marrón, yo la veo morada. Resulta que su mamá, a
quien nunca me había pasado por la cabeza comentarle esta “manía” mía, también
ve la a roja, pero ve la e verde; ve la i igualmente amarilla, pero para ella
la o es azul y la u, anaranjada. Mendel seguramente nos daría una explicación
plausible de cómo estos caracteres dominantes de la a y de la i darán siempre
rojo y amarillo, respectivamente, para la descendientes de individuos que ven de
esos colores esas vocales. Las disparidades han de ser fruto de los caracteres
recesivos.
Las
vocales, que, en su condición de minoría fonética, lucen más bien débiles y
desprotegidas, han conquistado lugares honrosos en las lenguas, por lo menos en
la española. En primer lugar, no es posible en español crear una sílaba sin una
vocal, por lo menos. Todas las vocales, además, pueden funcionar como sílabas,
e incluso como palabras individuales, sin la asistencia de ninguna consonante.
Está entre ellas el sonido más “puro” que puede pronunciarse en la lengua, el
de la a, es decir, el que experimenta la menor intrusión de los órganos de
fonación. Son un grupo pequeño, pero son imprescindibles.
En
cierta forma, equivalen en la lengua a los colores primarios, que existen como personalidades
originales, pero de ellos, de su combinación endogámica, aparecen los colores
secundarios. Al revés, no es posible. No es extraño, entonces, que las vocales
tengan en la mente de algunas personas sus propios colores. O que los colores,
para decirlo de manera más bien poética, se sientan atraídos por las vocales,
que parecen hacer sido las primeras en aparecer entre los sonidos.
Mi
niña, como está una generación más adelante que yo, tiene también colores para algunas consonantes, pero quizá espere hasta que aprenda a leer para contarles
sobre esa otra bendición de la vida... y de la lengua.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXXXVIII
/ 10 de diciembre del 2018
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