Edgardo Malaver
En medio del jardín de la escuela, jugando
con otros niños, dominados como estamos por el ímpetu de gritar más alto, de correr
más rápido, de jugar, jugar, jugar hasta que se extinga el mundo y todo lo que en
él existe, no nos percatamos —ni pretendemos percatarnos, ni en ese momento ni nunca
más—, de lo que dicen las canciones que cantamos y que cantamos siempre con la
prisa de terminar de pronunciarlas antes que los demás, fantaseando con la
dulce ilusión de que nos las sabemos mejor que todos nuestros amigos. A menos
que seamos Funes el memorioso —o el propio Jorge Luis Borges— en aquella edad
ideal, todo es imagen y sonido... aunque observar y escuchar no es precisamente
lo principal.
A esa edad, diría C.S. Lewis (el de Narnia, sí), nos pasa como a los falsos
amantes de música: no nos interesa más que poder tararear la melodía, y como a
los malos lectores de narrativa: no nos interesa más que la anécdota. En el
preescolar —cuando yo era niño se llamaba, con una sonoridad mucho más alegre, kínder—, repetíamos, por ejemplo:
“Alelimón, alelimón, el puente se ha caído...”. No sabíamos lo que decíamos y
no lo sabemos ahora, pero está impreso en nuestra memoria más entrañable. Sólo
al tropezar, en otro tipo de discurso, la locución al alimón, que es bastante formal, llega uno a comprender cómo
estaba íntimamente conectado lo que hacíamos con lo que cantábamos al jugar.
Todos los diccionarios que incluyen
esta construcción dicen que equivale a ‘conjuntamente’, ‘en cooperación’,
‘uniendo fuerzas’. El de la Academia, que en el caso del juego infantil lo
escribe como una sola palabra, alalimón
(claro, es sustantivo), lo define, curiosamente en pasado, así: “Juego de muchachos que, divididos en dos bandos
y asidos de las manos los de cada uno, se colocaban frente a frente y avanzaban
y retrocedían a la vez cantando alternadamente unos versos que empezaban con el
estribillo Alalimón, alalimón”. Pues
sí, eso es, aunque lo escriban con a
y no con e, pero...
¿Y de dónde viene, entonces, al alimón? Es un lance taurino. Se hace ‘asiendo
dos lidiadores un solo capote, cada uno por un extremo, para citar al toro y burlarlo,
pasándole aquel por encima de la cabeza’. ¡Lo que hacen los niños que juegan
alelimón! Pasar por debajo de algo. En el caso de los niños es un puente que al
instante termina cayéndose. El “puente” que construyen los toreros para atraer
al toro también se desvanece cuando él embiste. Y a inocencia del animal en la
lidia se parece a la nuestra en el juego cuando cantamos sin reparar en el
artilugio de nuestras propias palabras.
El encanto más notable de la literatura
oral es que hoy puede tener una forma y mañana ser otra cosa; aquí puede ser sangre
y más allá, canción. Entre más formas y versiones nacen de ella, más rica es, y
estando hecha de lengua humana, el cambio garantiza su permanencia. Las
diferentes versiones de esta cancioncilla (y nuestro supuesto error en la
pronunciación del primer verso) en España, en Cuba, en México, en Venezuela
sólo indican que su belleza y su sentido entre más crecen más nos
identifican, dondequiera que la
aprendamos... porque nadie acepta convertir lo que cantó, lo que aprendió, lo
que vivió en el jardín de infancia en cáscaras de huevo.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXXXII
/ 29 de octubre del 2018
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