Efraín Gavides Jiménez
Nuestro escritor Jesús Enrique Barrios
nos ha ilustrado con un maravilloso prodigio: “El poeta oyó el canto del pájaro
y lloró. Música y lágrima cayeron al río. Entonces la poesía se hizo sal de
salvación humana y bendición del mar para que la gente se dedicara a cantar”.
En el habla cotidiana, si bien muchas
veces aquel canto carece de musicalidad, sin dudas está presente, muy
particularmente, el indefectible recurso retórico del que la poesía no puede
prescindir, la imagen poética.
Es menos fácil aclarar lo que son y
cómo se construyen las imágenes poéticas que apropiarse de ellas, como tan bien
lo demuestra el venezolano. ¿En cuántas ocasiones Pedro no ha enterado a su
compadre de que su mujer le es infiel?
Pero muy lejos de que esta frase sea un arcaísmo, preferirá informarle que «le
pone los cachos», que «alguien le está soplando el bistec» o que «ella se le
montó por la acera». Sí, somos artífices (cuando no autores la mayoría de los
casos) de esa suerte de imprecisiones lingüísticas, aunque tan figurativas como
triviales y por ende predilectas frente a términos formales, raros e incómodos
(o ignorados por el lexicón) como adulterio.
No escapa de la elocuencia la llamada
jerga hamponil caraqueña, la cual se
complace en el empleo de imágenes. Un ejemplo: al sentimiento de hermandad, de
profunda amistad, se suele honrar con un «el mío» o «mi causa», y con el
entrañable «mi color».
Además, es ya legendario el genio
imaginativo del venezolano al asignarle un apodo a su compatriota para celebrar
sus caracteres. Así, al gordito se le
llama «arepa con todo», al negrito le
decimos «forro de urna» o «noche sin luna», y al contrario de éste, «pan de
leche».
Si hay algo innegablemente poético,
fraternal, sublime, es el vínculo filial, la figura progenitora, cosa que desde
luego también suscita imágenes, porque numerosas veces nos ha embromado en la
autopista o en el supermercado «la mamá de las colas», y en cualquier octubre
hemos sido empapados por «el papá de los palos de agua».
Y es que hasta a nuestra gama de
refranes populares como agua caliente,
raspa marrano[1],
o como cucaracha en baile de gallinas[2]
o morrocoy no sube palo ni cachicamo se
afeita[3]
—extraordinarias imágenes poéticas—, se suman esos peculiares símiles que nos
permiten explicar nuestro nivel de valentía: «no me intimidas ni prendido en
candela», exponer nuestros reproches: «eres más agarrado que tuerca de
submarino», o describir nuestra fatiga: «esto está más largo que desfile de
culebras».
Al parecer, todos somos poetas o
estamos —¿por qué no aceptarlo?— bendecidos por ese mar de criollísimas
imágenes poéticas.
gavidesjimenez@gmail.com
Año III / Nº LXXXII / 16 de noviembre del 2015
Excelente artículo sobre estos recursos lingüísticos de los que hacemos uso para acomodar la realidad a nuestra existencia. Gracias Efrain Gavides.
ResponderBorrarExcelente para demostrar que la función poética no solo está en los libros, y sus resultados no tienen que ser necesariamente bonitos...
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