Edgardo Malaver
Quien ha leído Zárate (1882), la novela de Eduardo Blanco (1838-1912), sabe que
poseer el supuesto don de la adivinación no lo salva a uno de nada. En el
capítulo “Sibila y madre”, tercero de la segunda parte, el enigmático Oliveros,
mediante un astuto ardid a la vez despiadado y teatral que despliega en medio
del monte, acorrala a Tanacia, la adivina que lo ha acompañado en toda su
carrera de fechorías, y la obliga a revelar que Cascabel, su hijo y uno de los
espalderos de Oliveros, es un traidor y que debe pagar por ese crimen. Por más
que intenta evitarlo, la bruja no tiene más escapatoria que “adivinar” lo que
su amo ya sabe y todos sus conjuros terminan cayendo sobre Cascabel. O sea, no
se cree Oliveros que Tanacia sea realmente adivina, sólo la utiliza: para
mantener su autoridad sobre los demás delincuentes, recurre a los sortilegios
de la madre para señalar al traidor, que no termina con vida la escena.
En el Antiguo Testamento, los adivinos
debían ser “muertos a pedradas” (Levítico 20, 2), pues violentaban la confianza
total y desprendida que el pueblo judío debía sentir por Dios. El cristianismo
heredó esta actitud y desde los tiempos de san Pablo se ha defendido de la
práctica de la adivinación. Los griegos, al contrario, y luego los romanos,
favorecían muchísimo la búsqueda de advertencias sobre lo que traería el futuro
y de pistas sobre lo que habría que hacer para evitar... lo inevitable. Quien
ha leído Edipo Rey, la tragedia de
Sófocles (496-406 antes de Cristo), sabe lo que pasa cuando se obedece al pie
de la letra el oráculo.
Qué curioso, ¿no?, que el verbo que
utilizamos para indicar, como diría el diccionario, que alguien es capaz de
conocer lo que está aún por suceder, lo oculto, lo ignorado; acertar en la
respuesta a lo desconocido por medio de conjeturas o por azar; e incluso
vislumbrar lo que ha de venir o suceder, comparta raíz con otra palabra que se
refiere a Dios, el omnisciente, el único que “sabe la hora” del fin de todo (Mateo
24, 36). ¿O quizá no es tan curioso?
En español, adivino está compuesto por el prefijo a-, que sugiere aproximación, tendencia hacia algo; la raíz divin-, proveniente de divinus (adjetivo), que, en latín,
equivalía a ‘todo lo relacionado con un dios’, y, naturalmente, la terminación
de género y número. En Roma, la adivinación era una gracia que concedía alguno
de los miles de dioses en que creían los romanos, por lo que quien la recibía
era llamado también divinus
(sustantivo), hombre que tenía algo de divino, adivino. Adivinar, entonces, es aproximarse a lo divino, tender a tener la
condición de dios, por el mismo mecanismo
morfológico por el que un ahijado de
alguien se acerca a ser su hijo; atesorar es aproximase a tener un tesoro; afearse es ir volviéndose feo.
Adivino que no muchos lectores encuentran
muy aleccionadoras estas afirmaciones, pero me contento con aminorar con ellas mi propia sed de
ideas. El conocimiento comienza siempre con una pregunta, una conjetura, una
búsqueda, y ser capaz de llegar a la verdad exige un esfuerzo que nos adivina, que nos avecina con Dios... o con los dioses, si no cree usted en ellos.
Adivinar, en el sentido moderno, no es tampoco tan pecaminoso. Quien ha leído La vuelta al mundo en ochenta días
(1873), de Julio Verne (1828-1905), ya sabe que no se puede adivinar todo lo
que uno desea, pero también que los cálculos más rigurosos pueden estar
equivocados y, aun así, dar en el blanco, todo está en hacerlos pasar por la
experiencia.
emalaver@gmail.com
Año III / Nº LXXXIII / 23 de noviembre del 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario