Edgardo Malaver
En mayo de este año tenía ganas de
escribir sobre el nombre de Venezuela, su sufijo dizque peyorativo, la
hipótesis sobre su origen indígena, su explotado género femenino, etc.; pero,
al descubrir que el maestro Ángel Rosenblat ya había dicho todo lo que yo
planeaba decir y otras mil cosas y —sobra decirlo, pero lo digo— de una manera
insuperablemente sabia, desistí. Algunos temas tienen eso: hay que ser un
Rosenblat para decir algo nuevo alguna vez.
No puedo, sin embargo, adoptar la
práctica de escribir sin investigar al menos un poco. La semana pasada me puse,
entonces, a investigar un poco sobre dos ciudades cuyos nombres en algún
momento han cambiado: Pekín y Bombay; desde hace mucho tiempo me repican esos
dos nombres en la memoria porque la última vez que cambiaron, las autoridades
de China y de la India, respectivamente, nos pidieron al mundo entero que dejáramos
de llamarlas como las hemos llamado desde que existen y las llamemos como ellos,
ahora, de repente, nos indican: Beijing y Mumbay. Nunca ha dejado de molestarme
esta, cuando menos, arrogante aspiración, pero he descubierto en estos días que
el cambio tiene cierto sentido. En ambos casos —y en otros, como el de Leningrado,
Zaire y Cuzco—, la decisión se ha tomado para rescatar el nombre original, el
de los antepasados, el que, al menos idealmente, contiene más y mayores rasgos
de la identidad del pueblo. Contra eso, ni una palabra.
Mi oposición, sin embargo, nace de lo
que podría llamarse un derecho de nombrar
que tienen los hablantes de toda lengua, vinculado de manera natural —o
equivalente— a lo que Ferdinand de Saussure llamó la arbitrariedad del signo: esto, aquí, se llama como lo decidamos
nosotros (o como lo hayan llamado nuestros antepasados). Cómo lo llaman en su
lugar de origen los hablantes de la lengua de ese lugar, aunque bueno de saber,
no forzosamente tiene que ser tomado en cuenta. En español, esas ciudades se
llaman Pekín y Bombay y a los hablantes del español no nos hace falta conocer
los idiomas de esos lugares para utilizar esos nombres en la vida cotidiana.
Después de leer un rato en Internet, me
percato, como en mayo, de que al decir más que esto no haría otra cosa que
redundar. Por esa razón hoy pretendía limitarme (sin éxito, como se ve) a reseñar
tres artículos sobre el asunto, los que he encontrado más serios y serenos. El
primero se titula “¿Beijing o Pekín? ¿Bombay o Mumbai? Un dilema para la ONU”,
escrito por la argentina Carolina Brunstein y aparecido en el diario Clarín de Buenos Aires el 1° de
septiembre del 2004. El segundo, “¿Pekín o Beijing?”, del mexicano José G.
Moreno de Alba, apareció el 20 de septiembre del 2007 en el suplemento cultural
de El País de Madrid. El tercero,
titulado también “¿Pekín o Beijing?”, se publicó en el Listín Diario de Santo Domingo, el 14 de agosto del 2008, firmado
por el dominicano Fabio J. Guzmán Ariza.
Ellos, a lo Rosenblat, han dicho, ni
más ni menos, lo que yo quería decir.
emalaver@gmail.com
Año III / Nº LXXVII / 12 de octubre del 2015
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