lunes, 7 de septiembre de 2015

¡Oh, apóstrofe! [LXXII]

Edgardo Malaver



         Homero, en el siglo VIII antes de Cristo, comienza la Odisea exclamando: “Canta, ¡oh, musa!, la historia de aquel hombre que por mil senderos anduvo errante mucho después de vencer en la sagrada Troya”. Dante, comenzando el siglo XIV, termina su Divina comedia cantándole a María: “Oh, Virgen madre, hija de tu hijo, / la más humilde y alta criatura, / del santo plan de Dios término fijo, / tú ennobleciste la humana natura / hasta tal grado, que su autor / no desdeñó el hacerse de esa hechura”. Bello, en el siglo XIX, canta también en su Alocución: “Divina poesía, / tú, de la soledad habitadora, / a consultar tus cantos enseñada, [...] tiempo es que dejes ya la culta Europa”.
         Esta forma de comunicarse, de decir, de conmover, ha sido útil durante casi tres mil años, y no sólo a los poetas: todos los hablantes de todas las lenguas hacemos uso constante del apóstrofe, siempre con el mismo fin, el mismo que ya antes de Cristo le daban los griegos. El apóstrofe, aunque muchos crean otra cosa, es un recurso estilístico —o figura retórica— que consiste en dirigirse, en medio de un discurso y con expresiones por lo general vehementes y enfáticas, a algún ente humano o espiritual, concreto o imaginario, que puede estar presente o ausente en el auditorio. Va, pues, expresado en segunda persona, aunque se refiera, como puede suceder, al propio emisor del discurso.
         En una clasificación sencilla (si tal cosa es posible en retórica), los recursos estilísticos pueden dividirse según su intención: los que apelan al logos, es decir, a la razón del hombre, que están ligados al tema y contenido del discurso; los que recurren al ethos, a la moral, y atañen al emisor, y los que explotan el pathos, las emociones, y se relacionan con el receptor. El apóstrofe pertenece a este último grupo y, como puede deducirse, intenta “persuadir” (mover, excitar, llamar) apuntando a las pasiones del que escucha (o el que lee), siempre con palabras.
         No es extraño, considerando el origen de la retórica. Aunque suele hablarse también de figuras literarias, la retórica tuvo su origen en la actividad política, en la necesidad de convencer a los opositores en la naciente democracia ateniense en el siglo V antes de Cristo. En principio, una causa noble: intentar ganar batallas verbales en lugar de lanzar cuchilladas a los enemigos y recibirlas de ellos. Sin embargo, el uso del apóstrofe y, en general, del pathos, no sólo en el siglo V antes de Cristo sino incluso hoy, nos ha llevado en muchas ocasiones, y por el camino corto, a la guerra.
         Demóstenes se metió en buen número de líos por causa de sus apóstrofes en contra del rey Filipo, padre de Alejandro Magno. Los revolucionarios franceses, aun predicando la fraternidad, cantaba desde 1792 un apóstrofe que luego se convirtió en su himno nacional (y que no puedo citar si no es en francés): “Allons, enfants de la Patrie, / le jour de gloire est arrivé!”, estimulándose para “inundar los surcos” con la “sangre impura” de sus enemigos. El recuerdo más claro que tenemos de la Batalla de Las Queseras del Medio es el apóstrofe del general Páez: “¡Vuelvan caras, carajo!”.
         Los apóstrofes suelen hacer alusión a situaciones dolorosas o patéticas (de pathos).  Salomón apostrofa a Yavé diciéndole: “Desde los abismos invoco tu nombre, ¡oh, Dios! ¡Señor, escucha mi voz!”. En el Evangelio de san Mateo, Jesús se lamenta: “¡Ah, Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te envío! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina que bajo sus alas reúne a sus polluelos, y tú te resistes!”. Cervantes (o Ricardo, el protagonista de El amante liberal) se queja así de su fortuna: “¡Oh, lamentables ruinas de la desdichada Nicosia [...]! Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias”.
         Otros traen un poco de esperanza a quien escucha, como el de Gardel en su tango más afamado: “Mi Buenos Aires querido, / cuando yo te vuelva a ver, / no habrá más pena ni olvido”. No lo olvide: un apóstrofe no es lo mismo que un apóstrofo (sí, señor, con o), y para conocer esa diferencia, ¡oh, desocupado lector!, tendrá usted que guardarnos fidelidad, por lo menos, hasta  la semana que viene.


emalaver@gmail.com



Año III / Nº LXXII / 7 de septiembre del 2015

No hay comentarios.:

Publicar un comentario