lunes, 13 de octubre de 2014

La vereda de enfrente [XXVI]

Edgardo Malaver

            Mañana hará exactamente siete semanas que escribí en otro blog un homenaje a Julio Cortázar, que ese día cumplió 100 años de nacido. Algo debe tener cumplir 100 que todos lo desean, y Cortázar, a quien parece que el paso del tiempo no angustiaba, parece haber llegado a un nuevo hito en su carrera hacia la totalidad, es decir, le ha llegado esa época en que, como diría Shakespeare, “in eternal line to time he grow’st”. A los 100 años, digo yo, se convierte uno ya en una voz innegable, en un clásico.
            En mi caso no han sido cien años, pero una palabra lo puede perseguir a uno por mucho tiempo. Y una que me ha atormentado inmensamente a mí desde los años de estudiante en que no había tarde en que no aterrizara en la biblioteca y no descuidara otras mil cosas por leer a Cortázar es la palabra vereda. Mi imaginación nunca fue suficiente para comprender a qué se refería Cortázar al decir, por ejemplo, en “Los amigos” (Final del juego, 1956): “A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado”; ni, mucho menos, al decir, en “Hay que ser realmente idiota para” (La vuelta al día en 80 mundos, 1967): “Un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión”, ni todas las veredas, concretas y abstractas, de las que está poblada Rayuela (1963).
            Una vereda en Venezuela es un camino y, en mi mente, un camino no está ni al frente ni detrás ni al lado de nada. A lo sumo estará al lado, pero es más bien que la otra cosa, está a un lado del camino, como las flores que para Castellaneta representan a Dulcinea. Pasé mil años preguntándome qué podía ser una “vereda de enfrente”. Tuve que oír una vez a una turista argentina en el metro hablando de algo que le había pasado en el centro de Caracas para entender. Decía: “Yo iba caminando y por la vereda de enfrente vendían una comida que me llamó la atención”. Ah, caramba, me dije, esta mujer se refiere a la acera. Y tuve que volver a Cortázar a buscar las veredas perdidas, a entender que lo que está en la “vereda de enfrente” es lo opuesto, lo que no nos agrada, lo que nos agrede... o quizá, también, otra situación, más favorable, que vemos desde la nuestra, menos seductora, como en el caso de La vuelta al día...
            En mi mente sin veredas, que transita por las aceras del español de Venezuela, se abrió un camino nuevo que la llevó al español de otro lugar, que afortunadamente a veces se parece y otra vez es el mismo... porque dos formas del mismo idioma son como dos mundos que a veces se alejan, pero otra veces se comportan “como amigos y parientes [que] están reunidos en una misma inteligencia y comprensión”.

emalaver@gmail.com





Año II / Nº XXVI / 13 de octubre del 2014

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