Edgardo Malaver Lárez
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| Padre Roberto, no se pierda el pollo a la chiclayana |
El padre Roberto, como lo
llamaba mucha gente que se lo tropezaba en la calle antes y después de que el
papa Francisco lo nombrara obispo de Chiclayo, Perú, donde ha desarrollado la
mayor parte de su actividad sacerdotal, ahora es el sucesor del recién
fallecido pontífice argentino, el jefe máximo de la Iglesia Católica. El padre
Roberto, cuyo nombre de pila es Robert Francis Prevost, nacido en 1955, se convirtió
la semana pasada en el segundo obispo de Roma nacido América y el primero nacido
en Estados Unidos, país mayormente protestante.
También es digno de
mención que el nuevo papa, que ha elegido como nombre León XIV, habla español
como si hubiera ido a preescolar en una escuela de América Latina, o como si su
madre hubiera sido española —que de hecho era nieta de españoles y se
apellidaba Martínez—; pero lo que me ha despertado el deseo de escribir sobre él
esta semana no son estos curiosos hechos sino el cariño con que la gente
sencilla de Chiclayo se refiere a él al llamarlo “el padre Roberto”. Y más que el
cariño, es en realidad una pregunta que me he hecho siempre: ¿por qué llamamos padres
a los sacerdotes?
De pequeño, cuando aprendí
que por encima de nuestro padre humano está Dios Padre todopoderoso y que era
un error llamar así a cualquier otro ser humano, comenzó a parecerme intrigante
que les diéramos ese nombre precisamente a quienes nos enseñaban que no
debíamos hacerlo. También observaba que los sacerdotes, para serlo, renunciaban
a formar familia: no tenían hijos. ¿Por qué entonces insistían todos en
seguirlos llamando padres? ¿y por qué los propios sacerdotes incluso
firmaban anteponiéndose ese “título”? Y ha tenido que llegar este americano a
la Santa Sede para que yo me ponga a investigar. La respuesta, sin embargo, estuvo
a punto de alcanzarme hace menos de dos meses, cuando escribía el artículo del
17 de marzo, donde hablaba de padrastros, madrastras y otros astros de la familia.
Resulta que la respuesta
está en el latín, en el uso que hacían los hablantes del latín de Roma de la
palabra pater, que es padre para nosotros ahora, pero para ellos
era más que eso. Los romanos, además, no concebían la idea de un solo dios que
atendiera todos los asuntos que los mortales pudieran llevar a su
consideración. Los romanos tenían un dios para cada cosa, a veces mínimas e
insignificantes, hasta eran capaces de inventar un dios para cualquier cosa en
la que una persona particular pudiera tener una emergencia. Además, no se
sentían hijos de ninguno de esos dioses, como lo sentían los judíos y, después,
los cristianos. De modo que hay aquí, de entrada, un asunto conceptual, además
de lingüístico, que ya era suficiente.
En latín el sustantivo pater
equivalía a “padre” en el sentido de ‘varón que engendra a un hijo’, pero
también existía el pater familias, que muchísimas veces ni siquiera tenía
nada que ver con ningún nexo de sangre. El pater familias (que no
equivale exactamente a lo que hoy traduciríamos literalmente como padre de
familia) era, sí, el padre de la familia, el jefe de la casa, la cabeza de
todo el grupo de personas que vivía en su hogar. Y ahí está el meollo del
asunto: en el grupo. Ese grupo podía incluir, en primer lugar, a la mujer y a
los hijos, que eran hijos de él, legítimos y bastardos anteriores y posteriores,
que no siempre eran hijos de ella, pero podía incluir a los hijos de ella tenidos
en un matrimonio anterior, es decir, hijastros; podía incluir a los padres y
madres viudos del pater familias y de su esposa, incluyendo a otros descendientes
de estos; sobrinos, sobrinos nietos, nietos, nietastros, nueras, yernos, hermanos,
medios hermanos, hermanastros, tíos, tíos políticos, tiastros, ahijados (protegidos
de otras familias), hijos adoptivos, y más allá, casi siempre, a los sirvientes,
a los hijos, hijastros e hijos adoptivos de los sirvientes, que podían ser
libres o esclavos, e incluso en algunos casos, parientes lejanos de provincias
lejanas ¡y hasta vecinos venidos a menos, con hijos, mujeres, parientes y demás!
Puede parecer que exagero un poco (o
más bien tratando de abarcar todas las posibilidades, que no se cumplían todo
el tiempo en todas las familias), pero lo cierto es que el pater familias
era en su casa más que el fundador de la familia, el responsable ante la ley, el
proveedor del sustento, como en cualquier otra cultura, sino que era una
autoridad en todos los campos, una persona respetada y hasta venerada, una
referencia social y moral, origen de linaje y garantía de honorabilidad. El pater
familias se ocupaba, personalmente o por medio de encargados, de todos los
asuntos de la vida de su grupo familiar. También tenía funciones de administrador, juez, sacerdote; su poder era absoluto. Por supuesto, había familias más grandes que
otras, con mayor o menor tradición, más o menos adineradas, con mejor o peor
prestigio, y patres familias que se ocupaban más que otros de tales
asuntos, pero la concepción de la familia pertenecía a la cultura, nadie la
eludía ni podía eludirla, y el imperio la llevaban a dondequiera que iba a
conquistar nuevos territorios.
Cuando el cristianismo
llegó a Roma, y después, cuando Roma se convirtió al cristianismo, la persona
que dirigía un grupo de conversos, cierto número de creyentes, una grey, una
parroquia, se convertía en algo más que el predicador que les había traído la
fe, se convertía en una especie de protector, un pastor que los atendía, y no
sólo en la esfera religiosa, y eso era exactamente lo que hacía un pater
familias. Naturalmente, la gente comenzó a llamar así a ese apóstol, a ese
misionero, a ese evangelizador que ahora los amparaba. Y llegó el momento en
que se les llamó simplemente “padre”, aunque ninguno fuera hijo suyo de verdad.
Cuando apareció la lengua
española —perdonen que suene como si hubiera sido un evento preciso de un día,
mes y año marcado en el calendario—, no debe haber nacido en la mente de nadie el
pensamiento de que, ahora que hablaban castellano, la coincidencia podría crear
confusión. Tampoco lo habían pensado en latín, en realidad. Así que la primera
vez que yo hice esas reflexiones, que fue en el siglo XX, lo que quedaba era
pensar en la polisemia de la palabra y que el contexto siempre ayuda a adivinar.
Revelado el misterio,
comprendido el origen de esta incógnita, despejada la duda, me animo a desearle
al padre Roberto que la luz esté con él y que pase a la historia como un líder
justo, como un pastor sabio, como un ejemplo cristiano.
emalaver@gmail.com
Año XIII / N° DXIII / 12 de mayo del
2025
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