lunes, 12 de mayo de 2025

El padre Roberto [DXIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Padre Roberto, no se pierda el pollo a la chiclayana

 

 

         El padre Roberto, como lo llamaba mucha gente que se lo tropezaba en la calle antes y después de que el papa Francisco lo nombrara obispo de Chiclayo, Perú, donde ha desarrollado la mayor parte de su actividad sacerdotal, ahora es el sucesor del recién fallecido pontífice argentino, el jefe máximo de la Iglesia Católica. El padre Roberto, cuyo nombre de pila es Robert Francis Prevost, nacido en 1955, se convirtió la semana pasada en el segundo obispo de Roma nacido América y el primero nacido en Estados Unidos, país mayormente protestante.

         También es digno de mención que el nuevo papa, que ha elegido como nombre León XIV, habla español como si hubiera ido a preescolar en una escuela de América Latina, o como si su madre hubiera sido española —que de hecho era nieta de españoles y se apellidaba Martínez—; pero lo que me ha despertado el deseo de escribir sobre él esta semana no son estos curiosos hechos sino el cariño con que la gente sencilla de Chiclayo se refiere a él al llamarlo “el padre Roberto”. Y más que el cariño, es en realidad una pregunta que me he hecho siempre: ¿por qué llamamos padres a los sacerdotes?

         De pequeño, cuando aprendí que por encima de nuestro padre humano está Dios Padre todopoderoso y que era un error llamar así a cualquier otro ser humano, comenzó a parecerme intrigante que les diéramos ese nombre precisamente a quienes nos enseñaban que no debíamos hacerlo. También observaba que los sacerdotes, para serlo, renunciaban a formar familia: no tenían hijos. ¿Por qué entonces insistían todos en seguirlos llamando padres? ¿y por qué los propios sacerdotes incluso firmaban anteponiéndose ese “título”? Y ha tenido que llegar este americano a la Santa Sede para que yo me ponga a investigar. La respuesta, sin embargo, estuvo a punto de alcanzarme hace menos de dos meses, cuando escribía el artículo del 17 de marzo, donde hablaba de padrastros, madrastras y otros astros de la familia.

         Resulta que la respuesta está en el latín, en el uso que hacían los hablantes del latín de Roma de la palabra pater, que es padre para nosotros ahora, pero para ellos era más que eso. Los romanos, además, no concebían la idea de un solo dios que atendiera todos los asuntos que los mortales pudieran llevar a su consideración. Los romanos tenían un dios para cada cosa, a veces mínimas e insignificantes, hasta eran capaces de inventar un dios para cualquier cosa en la que una persona particular pudiera tener una emergencia. Además, no se sentían hijos de ninguno de esos dioses, como lo sentían los judíos y, después, los cristianos. De modo que hay aquí, de entrada, un asunto conceptual, además de lingüístico, que ya era suficiente.

         En latín el sustantivo pater equivalía a “padre” en el sentido de ‘varón que engendra a un hijo’, pero también existía el pater familias, que muchísimas veces ni siquiera tenía nada que ver con ningún nexo de sangre. El pater familias (que no equivale exactamente a lo que hoy traduciríamos literalmente como padre de familia) era, sí, el padre de la familia, el jefe de la casa, la cabeza de todo el grupo de personas que vivía en su hogar. Y ahí está el meollo del asunto: en el grupo. Ese grupo podía incluir, en primer lugar, a la mujer y a los hijos, que eran hijos de él, legítimos y bastardos anteriores y posteriores, que no siempre eran hijos de ella, pero podía incluir a los hijos de ella tenidos en un matrimonio anterior, es decir, hijastros; podía incluir a los padres y madres viudos del pater familias y de su esposa, incluyendo a otros descendientes de estos; sobrinos, sobrinos nietos, nietos, nietastros, nueras, yernos, hermanos, medios hermanos, hermanastros, tíos, tíos políticos, tiastros, ahijados (protegidos de otras familias), hijos adoptivos, y más allá, casi siempre, a los sirvientes, a los hijos, hijastros e hijos adoptivos de los sirvientes, que podían ser libres o esclavos, e incluso en algunos casos, parientes lejanos de provincias lejanas ¡y hasta vecinos venidos a menos, con hijos, mujeres, parientes y demás!

         Puede parecer que exagero un poco (o más bien tratando de abarcar todas las posibilidades, que no se cumplían todo el tiempo en todas las familias), pero lo cierto es que el pater familias era en su casa más que el fundador de la familia, el responsable ante la ley, el proveedor del sustento, como en cualquier otra cultura, sino que era una autoridad en todos los campos, una persona respetada y hasta venerada, una referencia social y moral, origen de linaje y garantía de honorabilidad. El pater familias se ocupaba, personalmente o por medio de encargados, de todos los asuntos de la vida de su grupo familiar. También tenía funciones de administrador, juez, sacerdote; su poder era absoluto. Por supuesto, había familias más grandes que otras, con mayor o menor tradición, más o menos adineradas, con mejor o peor prestigio, y patres familias que se ocupaban más que otros de tales asuntos, pero la concepción de la familia pertenecía a la cultura, nadie la eludía ni podía eludirla, y el imperio la llevaban a dondequiera que iba a conquistar nuevos territorios.

         Cuando el cristianismo llegó a Roma, y después, cuando Roma se convirtió al cristianismo, la persona que dirigía un grupo de conversos, cierto número de creyentes, una grey, una parroquia, se convertía en algo más que el predicador que les había traído la fe, se convertía en una especie de protector, un pastor que los atendía, y no sólo en la esfera religiosa, y eso era exactamente lo que hacía un pater familias. Naturalmente, la gente comenzó a llamar así a ese apóstol, a ese misionero, a ese evangelizador que ahora los amparaba. Y llegó el momento en que se les llamó simplemente “padre”, aunque ninguno fuera hijo suyo de verdad.

         Cuando apareció la lengua española —perdonen que suene como si hubiera sido un evento preciso de un día, mes y año marcado en el calendario—, no debe haber nacido en la mente de nadie el pensamiento de que, ahora que hablaban castellano, la coincidencia podría crear confusión. Tampoco lo habían pensado en latín, en realidad. Así que la primera vez que yo hice esas reflexiones, que fue en el siglo XX, lo que quedaba era pensar en la polisemia de la palabra y que el contexto siempre ayuda a adivinar.

         Revelado el misterio, comprendido el origen de esta incógnita, despejada la duda, me animo a desearle al padre Roberto que la luz esté con él y que pase a la historia como un líder justo, como un pastor sabio, como un ejemplo cristiano.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DXIII / 12 de mayo del 2025


 



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