Edgardo Malaver Lárez
Hace ocho años una amiga que era editora en una página web me sugirió escribir un artículo breve, una reseña, una entrada de blog para aquella página. Me sugirió también el tema, que es el que ustedes ven en el título, y yo pasé varios días dándole vueltas en la cabeza a la idea, pero algo debe haberme ocupado lo suficiente para que el artículo se pusiera a escribirse solo en mi mente durante... ¡tres años! Pasado ese tiempo, como no soportaba la vergüenza, lo escribí y se lo envié, junto con mis súplicas para que me perdonara semejante demora. Resultó que era demasiado largo y finalmente no se publicó. Varias veces he pensado que podría aparecer en Ritos de Ilación, pero... ¡también es demasiado largo para Ritos! Sin embargo, en vista de la cercanía de las vacaciones, me decidí a adelantárselas al rigor académico y he convencido a todos de dividir el texto en cuatro partes y publicarlo a partir de hoy hasta el 5 de agosto. De modo que aquí voy con mi intento de respuesta a esta pregunta, que probablemente se hacían en Roma cuando oían hablar a los ciudadanos que venían de Galia, de Hispania e incluso de Dalmacia.
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El abanico también vino de España, ¡y cómo ha evolucionado! |
Lo más habitual en un artículo que trate sobre el español que se habla en América Latina —y con semejante título— es que el autor presente un inventario, ridículamente breve siempre, de palabras, conceptos y objetos que se nombran de diferentes formas en diferentes países. Estos autores parecen pensar que todos, sin movernos de casa, gracias a ellos, vamos a conocer a fondo las variedades de una lengua que ya se hablaba hace mas de mil años y que sirve hoy de código de comunicación al menos a 40 países, lo cual representa más de 560 millones de personas. Existen también los que se concentran en la vana empresa de identificar el país de América Latina donde se habla “el mejor español”, como si tal cosa existiera o fuera posible definir un criterio razonable para medirlo. Y, además, están los autores que se sienten atormentados por el fantasma de la perniciosa invasión lingüística extranjera que amenaza la intangible soberanía de la lengua que trajeron los conquistadores (es decir, la lengua que heredamos de unos tatarabuelos invasores).
Yo nací y crecí en un pueblo pequeño de un estado minúsculo de Venezuela —ocupa el antepenúltimo lugar entre sus 25 entidades federales ordenadas según el tamaño de sus territorios—, y ese estado, Nueva Esparta, es, además, un conjunto de tres islas, una de ellas inhabitada. Sin embargo, ya de pequeño, me llamaba la atención que rodando unos diez minutos hacia el sudeste era perceptible una buena diferencia con respecto a la manera de hablar de la gente. Por supuesto, lo más llamativo para mí no era que en el otro pueblo llamaran las cosas por otro nombre, que sucedía, sino que ahí la voz de la gente tenía otra música. Muy parecida a la de mi familia, pero perceptiblemente diferente, para ser un lugar tan cercano.
Las diferencias terminológicas me saltaban a la cara cuando nos visitaban mis primas del estado Zulia, que está en el otro extremo del país. Nos divertíamos de lo lindo señalando las cosas y preguntándonos unos a otros los nombres que les dábamos a todo en nuestros respectivos estados. El universo material recibía nuevos nombres, con lo cual renacía y tomaba nuevas formas, a partir de la iluminación milagrosa del contacto lingüístico. El mundo se enriquecía porque esas diferencias no lo hacían menos comprensible sino más amplio, más bello y más atractivo. El ventilador era para mis primas el abanico, el coleto era el lampazo, un polo era un helado; pero siempre las diferencias en las formas de hablar eran más notorias, verdaderamente más notorias, que las de vocabulario. La melodía que nos percibíamos mutuamente era ineludible debido a la distancia geográfica.
Y si uno viaja más lejos, pasa lo mismo: en Perú llamarán vereda a la acera, en Argentina llamarán colectivo al autobús y en México llamarán mensos a los tontos. Y no tengo que explicarle a nadie que la musicalidad de sus voces varía de una manera que nos tiene fascinados a todos desde que el mundo es mundo. Es decir, las diferencias léxicas y fonológicas no tendrían que llamar tanto nuestra atención porque son lo más cotidiano que hay en cualquier lugar donde los seres humanos se comuniquen mediante la lengua. Todos los días un perro muerde a un hombre, y eso no es noticia. Lo que sí llama a atención, al menos la mía, es que en algunos de estos lugares observo microscópicos cambios sintácticos. Estos sí son el hombre que muerde al perro.
(Seguimos la próxima semana.)
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