lunes, 18 de marzo de 2024

Milpáginas [CDLII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Juan de Castellanos en Nueva Esparta, Venezuela

 

  

         Conseguí hace días un examen que había corregido hace meses sobre la diferenciación entre el cuento y la novela. Con más precisión, les pedía a los estudiantes que determinaran si un texto que les hice leer pertenecía a un género o al otro. Algunos encontraron argumentos más sólidos que otros, muchos revisaron con atención el material teórico que les ofrecí (y, para mi felicidad, encontraron otras fuentes), todos dieron con respuestas acertadas. Hubo uno, sin embargo, que se detuvo poco en el engañoso asunto de la extensión de los textos. Al tocar este punto, el estudiante lo cerró rapidísimo afirmando que el texto es un cuento porque las novelas suelen tener “hasta 300 páginas”. Con una ceja levantada, le escribo en el examen: “¿Y Don Quijote? ¿Y Guerra y paz? ¿Y Fortunata y Jacinta?”, limitándome, de pura memoria, a tres novelas que tienen fama de muy extensas. No tengo la aspiración de que el estudiante me conteste, pero sí de que le dé curiosidad resolver esa especie de confusión que tiene al respecto. Y de ahí en adelante, que la curiosidad haga con él lo que le dé la gana, como ha hecho conmigo. Y que haga más.

         Entonces, como quien no tiene nada más fructífero que hacer, me pongo a averiguar y calcular la longitud precisa de estas y otras obras. Mi edición del libro de Cervantes, contando 250 palabras por página, tiene 1.514 páginas; la del de Tolstói, 1.503, y la de Pérez Galdós, 1.584. Con estas tres obras solamente, ¡ya sumamos 1.150.248 palabras!

         Impresionado por esta cifra y presa aún de la curiosidad, me da por investigar cuál puede ser la novela más extensa de la que yo tenga noticia. No lo pensé, pero no era difícil de pensarlo: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, tiene el récord Guinness de la novela más larga de la historia. Es tan larga que en realidad son siete tomos, que Proust estuvo escribiendo desde 1908 hasta 1922. Ella sola supera a las tres mencionadas antes con sus... ¡1.267.069 palabras, equivalentes a 5.069 páginas!

         La montaña de datos que encuentro es inmensa, y me doy cuenta de que hay muy poco de literario en estos cálculos y comparaciones, pero la curiosidad no me abandona y, al fin y al cabo, este es el tipo de información que no hace daño conocer. Así que escojo apenas uno que otro dato. Isaac Asimov y J.K. Rowling, por ejemplo, con sus series de novelas más conocidas, Fundación y Harry Potter, respectivamente, corren bastante parejos hacia el borde del 1.200.000 palabras (o 4.700 páginas) cada uno. Mientras tanto, las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, de 1589, el poema más extenso que se haya escrito en lengua española, con sus 113.609 versos y sus 795.263 palabras (me cuesta imaginar que un poema pueda ocupar... ¡3.182 páginas!) se disputa el puesto, nada menos, con la Biblia, que contiene, en las versiones más breves, casi 774.000 palabras —y en este caso lo intrigante es cómo puede tejerse en tan pocas páginas, menos de 3.100, la más rica proliferación de géneros literarios que se pueda atribuir a libro alguno.

         Por el otro extremo de la cuerda, que olvidé mencionar a mi alumno, también busqué alguna clasificación de las novelas más breves. En este caso me da gusto mencionar El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que en español tiene 25.720 palabras, es decir, 103 páginas; La perla, de John Steinbeck, que, con 23.092 palabras, apenas alcanza las 93 páginas, y la joya de las novelas breves: La metamorfosis, de Franz Kafka, tan breve que no sobrepasa las 18.451 palabras ni las 73 páginas.

         En cualquier momento puede uno verse en involucrado en un el debate de si estas novelas no son más bien cuentos largos, y entonces —escuchen, mis estimados estudiantes— lo que hay que hacer es escoger otro criterio para hacer esa distinción.

         Dije ya que estos comentarios no son muy literarios, pero hay también un regocijo misterioso en las estadísticas. Es un placer vecino al de leer, es como saborear un postre sabiendo de qué está hecho. Y los libros se leen así, como quien se come un milhojas, o un milpáginas en este contexto, saboreando más sus áreas más dulces, masticando más las más crujientes, amasando con la lengua las más suaves, engullendo con más lentitud la amalgama de todo lo que nos da: sabor y experiencia, belleza y placer, inteligencia y sensibilidad.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLII / 18 de marzo del 2024

 

 

 

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