Edgardo Malaver Lárez
El quinto
círculo es de los iracundos. Mapa
del infierno (1498), de Sandro Botticelli |
Mi abuela
me lo explicó un día: “Se dice jugar un quintico porque los billetes de
lotería estaban divididos en cinco quintos, y uno podía jugar el billete
entero, o, si uno no tenía suficiente centavo, cuatro quintos, tres, dos y
hasta un quintico”.
No me hizo
falta más. Jugarle a alguien un quintico, que era lo que yo le había
preguntado, significaba, haciendo las equivalencias, apostar, al menos, lo
mínimo por esa persona. Y ese apostar tenía que estar asociado a su
apariencia, juventud, belleza o algún valor que seguramente se suponía que se
iba reduciendo, pero que en esta persona parecía mantenerse de alguna forma por
más tiempo del esperado.
Puede
parecer un halago —que es la idea con la que me quedé durante muchísimo tiempo—,
pero no deja de ser un poquitín despectivo, ¿no les suena?, porque se concentra
en el atractivo que aún queda en la persona a quien se refiere, que ya es tan
escasa en realidad que, literalmente, apenas representa un quinto de lo que
sería más deseable. Si fuera un asunto matemático, se necesitarían más de dos “quinticos”
para que uno valiera la pena. Traduciéndolo al sistema de calificación académica
de 20 puntos, un quintico equivale a 04. Figúrese usted si la dichosa
expresión jugarle a alguien un quintico es un elogio.
Hoy, que he
querido escribir sobre esta curiosidad del español venezolano, encuentro en alguna
página web (que no me inspiró mucha confianza) que la expresión podría provenir
del mundo de los toros. Aunque no tengo idea de cómo se apostaba a los toros —ni
siquiera sé si se apostaba—, decía la vaga información que encontré que algo
podía ganarse incluso con el quinto toro de la corrida. Se me ocurre, dudándolo
mucho —y no lo decía el autor—, que podría ser esta una razón por la que no
hay quinto malo.
A nadie le
hace falta que diga que prefiero la explicación de mi abuela. No es extraño. En
asuntos de la lengua, muy pocas veces se equivocó. Era tanto lo que confiaba
yo en sus didácticas palabras cuando me descifraba el mundo,
incluso el mundo de las palabras, que cuando oía a nuestra vecina decir, por
ejemplo, “¡Abájate de esta mata, hijerdiablo!”, o “Ponte el pantalón amarrón”,
o “Llamaron a la polecía”, no había fuerza en el mundo que me hiciera
pensar otra cosa que “Eso no es correcto, mi abuela no lo dice así”. Era tanta
la confianza que le tenía, que incluso dando clases de gramática en la
universidad la he citado.
Caramba, ahora
que abro este último párrafo, estoy pensando que he debido investigar también
si la expresión se usa en otros países. ¿Qué voy a decir en la conclusión? Verdaderamente
estoy como en el quinto sueño. Pero no, son las horas de sueño las que a veces
se me van al quinto... infierno. ¡Uf...! Que vayan otros a parar a la quinta paila.
Carlos Quinto, si quiere.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXXXV / 30 de noviembre del 2023
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