Edgardo Malaver
Pelvis
de medio millón de años de edad, hallada en Atapuerca, España |
Les dije
un día con esta misma caligrafía que me llevaba mal con la traducción legal. La
traducción médica es mucho menos lejana conmigo, y aun así no somos fanáticos
el uno del otro. Sin embargo, a mitad de marzo de este año tuve la oportunidad de
escuchar, de lejos, intermitentemente y sin intervenir, un taller del célebre
Pablo Mugüerza sobre medicina para traductores, y, cuando habló de los
intestinos, me asombré con algo que seguramente ya había sabido antes por diferentes
caminos y situaciones de aprendizaje. El exhaustivo taller de Mugüerza —sobre
el cual él no cesaba de advertir que representaba una ínfima porción de lo que
se estudia en cualquier escuela de medicina... como es natural— describe el
cuerpo humano y sus funciones sistema por sistema, órgano por órgano, hormona
por hormona. Así que no importa si uno no estudia traducción ni medicina, el
atractivo es lo que informa: el maravilloso funcionamiento de un engranaje exquisitamente
singular.
Lo que me sorprendió
ese día fueron cuatro palabras que con toda certeza ya había oído mencionar en
secundaria y probablemente hasta he traducido alguna vez: hilio, íleon,
ilion e íleo. Como se trata de un ejemplo magnífico de cómo el
traductor tiene que tener los ojos, los oídos, el conocimiento, la imaginación más
abiertos que las órbitas de Alí Babá, les voy a poner aquí las definiciones (la
primera es de la Academia Española y las demás, del propio Mugüerza):
hilio (en inglés, hilus
o hilum): depresión en la superficie de un órgano, que señala el punto
de entrada y salida de los vasos o de los conductos excretores;
íleon (ileum):
tercera porción del intestino delgado, entre el yeyuno y el ciego.
ilion (ilium): hueso
ancho que forma la parte superior de cada mitad de la pelvis.
íleo (ileus):
obstrucción del intestino debida a su parálisis (íleo paralítico) o a su exceso
de actividad (íleo espástico).
Como la
traducción no puede ser nunca —ni siquiera la científica, que quizá da menos
espacio para las oscilaciones creativas, sinonímicas, polisémicas de los
términos— una simple sustitución mecánica de un significante por su equivalente
léxico en otra lengua, conviene poner atención, y mucha, a estas sutilezas. El nivel
de atención que exige la traducción médica, al menos juzgando por este meticuloso
ejemplo, llega a un nivel tan alto que involucra un tercer idioma que, para más
inri, ya no habla nadie en el mundo como lengua materna. Así que quizá podamos
encontrar de todo sobre ellos en el inmenso lago de Internet, pero no podemos
llamar a un amigo médico extranjero para que nos diga si le “suena natural” a sus
oídos nativos.
Muchísimos
de mis alumnos están pensando, al pasar por esta línea, en uno de mis refranes favoritos:
“En traducción no hay enemigo pequeño”. Cualquiera diría que se trata de
simples palabras, incluso breves, que no importa mucho cómo las escribamos
porque el especialista sabrá adivinar de cuál se trata en realidad, y los ignorantes
de todos modos no las van a entender. Pero desde que nuestro más remoto antepasado
primate pronunció su primera palabra está claro que no existe palabra que sea una
simple palabra.
El
traductor científico está, como pocos otros profesionales, acorralado entre numerosas
salidas tupidas de espinas. Si traducimos para científicos y no somos capaces
de atinar los términos con la precisión con que lo han hecho ellos, vamos a hacer
el ridículo y, como consecuencia, además, nos van a borrar de la lista de
traductores confiables. Si traducimos para pacientes, vamos a crear más
confusión de la que en condiciones naturales hay y, de resultas, también, nos
van a culpar de los hipotéticos errores del autor. Para traducir con precisión
y correctamente, hace falta el tiempo que nunca hay, y si traducimos con ayuda electrónica,
querrán pagarnos menos. Si traducimos bien, nadie se da cuenta, pero si
traducimos mal, matamos al paciente.
El
traductor que no se prepara para estos espejismos y fantasmas o que piensa que siempre
va a estar lejos de su alcance porque por más que camina nunca se los tropieza,
se encuentra en la misma culposa situación del médico que recibe un paciente cuyo
padecimiento no logra identificar. Si el paciente tiene gripe y el médico le
diagnostica cáncer será tan grave y criminal como si tiene cáncer y él le receta
un antigripal.
Indudablemente,
sí, en todas las disciplinas existen estos pasajes dificultosos, delicados,
casi insondables del oficio que producen comentarios como este, y en todos
habrá quienes les adviertan a los más jóvenes: “Tengan cuidado con esto”. En la
traducción médica, sin embargo, estas advertencias normalmente concluyen en el argumento
incontestable, inapelable, incuestionable, de que lo que está en riesgo al
traducir por debajo del estándar de la excelencia es la vida humana. No llega
uno a imaginarse la magnitud de esa responsabilidad.
Dije en
el primer párrafo que no era precisamente amigo de la traducción médica. He
sido en extremo injusto con ella. Lo que pasa es que las palabas que me flotan
en la mente me han engolosinado para que ponga atención a otras voces, que me
atraigan otros colores y me cuelgue de otras imágenes; pero tendría que hablar de
la traducción médica con más cariño: los primeros 500 bolívares que me gané
como traductor, cuando aún era estudiante, provinieron de la traducción de un
artículo sobre ginecología. Y cómo me contenta haber comenzado por ahí, porque
nada hay mejor cuando uno comienza en un trabajo que tener al menos algo de
certeza acerca de cómo tienen que llamarse las cosas. Ayuda bastante no tener
que inventar lo que ya está inventado.
Pues
bien, en estos días, escuchando a Mugüerza explicar, con el afán de precisión
del médico y el afán de precisión del traductor, la hermosa complejidad del
organismo humano, he llegado a pensar: “Qué trabajo tan difícil tiene que ser
traducir estas cosas. ¡Hurra por los traductores médicos!”.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXXVI / 19 de junio del 2023
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