Edgardo Malaver Lárez
Cada vida
es un cuento que comienza y termina. Macario (1960), de Roberto Gavaldón |
Van a encontrar de todo, como en la
viña del Señor. Formas de comenzar un cuento hay más de las que hubiera podido
pensar Sherezade, que tuvo que volver a comenzar mil veces. Y todo aquel que ha
escrito ars poeticas para jóvenes y más jóvenes escritores, ha
reflexionado sobre la importancia de las primeras (y las últimas) palabras de
un cuento. Que hay que comenzar ex abrupto, “como si ya el lector conociera
parte de la historia que le vamos a narrar”, dice Quiroga; que es en “la
primera frase donde está el hechizo de un buen cuento”, dice Bosch; que hay que
“sangrar en esas primeras líneas”, dice Campbell.
La propia Sherezade, en realidad, tiene
el recurso de entrelazar el final de un cuento con el comienzo del siguiente, a
instancia de su hermana o del rey mismo —lo cual valdría la pena ensayar—. A
mitad de la noche 290, por ejemplo, al terminar la historia del poeta Abu-Nowas,
Shariar le insiste en que le cuente aventuras de viajes. Ella entonces, narra (según
la traducción de Blasco Ibáñez) la conocidísima historia de Simbad el Marino:
He llegado a saber que, en tiempo del califa Harún
Al-Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Sindbad el Cargador.
Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba transportar bultos
en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y
aquel día precisamente sentíase un calor tan excesivo que sudaba el cargador,
abrumado por el peso que llevaba encima.
Adornan
este comienzo la sencillez del cuento oral y, al mismo tiempo, el lirismo de la
antigüedad árabe. Alguna virtud había de traer esta arabesca forma de iniciar
un relato cuando, siglos más tarde, Borges abre su también muy celebrado cuento
“Los dos reyes y los dos laberintos” de esta manera:
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus
arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que
los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se
perdían.
El siglo XX nos dio muchas formas que
antes no se habían intentado —digo esto con el temor de que salte Cervantes a
abofetearme con un ejemplo, o varios, de esos suyos que valen por ciento
cuarenta del futuro—. La frase corta se instaló en la primera página de muchos
cuentistas, siguiendo el ejemplo de algunos maestros. Miren nada más lo que
hace el inigualable Quiroga en “El almohadón de plumas”:
Su luna de miel fue un largo escalofrío.
Es
suficiente. Si usted no se queda colgado de esta introducción y no busca a
tientas un sillón para beberse las restantes 1.200 palabras, es porque no tiene
corazón.
Sin embargo, más poético y más
sintético es Tolstói en “Tres muertes”, que comienza así:
Era otoño.
Quizá
sea el misterio que se intuye detrás del solo nombre del otoño, el cambio que
está a punto de suceder, lo que cae y lo que queda en pie, lo que nos amarra a
la página y seguimos leyendo.
Hay cuentistas que nos asoman algún
componente más del misterio en esa primera frase, pero igualmente quedamos intrigados
y curiosos. Israel Centeno nos da un ejemplo en “Le bain”:
Muerta de miedo tal vez, despertó repitiendo esa frase.
¿Cuál
frase? Es lo que desde ese instante deseamos averiguar. ¿Nos la dirá el narrador?
Pero sin leer la segunda frase, queremos saber: ¿por qué está muerta de miedo?,
¿por qué “tal vez”?, ¿quién está en semejante situación?
Otros, aunque igualmente nos ponen las
esposas hasta que terminamos de leer, casi cuentan toda la historia en la primera
oración. Miren ustedes cómo Walsh casi no deja detalle sin aclarar en “Cuentos
para tahúres”:
Salió no más el 10 —un 4 y un 6— cuando ya nadie lo
creía.
A
pesar de proceder con lo que Cortázar llamaba “economía de medios”, vemos de
una vez un jugador de dados, un casino (o una cantina mexicana de mala muerte),
una mala racha y una desesperanza. Los hay que detienen la lectura en este
punto porque no creen que haya nada más adentro —gente
de poca fe.
A veces no alcanza la fe, ni el
misterio, para imaginárselo todo. García Márquez lo asusta a uno con lo que
podría ser un inicio de cuento sobre alguien que cría canarios... pero ¿y si es
otra cosa? ¿Y si alguien quiere encerrar a un loco? Bien podría ser hasta don Quijote.
Así comienza “La prodigiosa tarde de Baltazar”:
La jaula estaba terminada.
Sucede también con Mansfield. Nos pone en
una atmósfera agradable, de la que despertamos cuando comenzamos a hacernos preguntas.
Su cuento “Fiesta en el jardín” comienza de este modo:
Y, después de todo, el tiempo era ideal.
¡Y
comienza con y! O sea, hay una parte del cuento que ya contó pero que no
escuchamos. Quiroguiana y neozelandesa a la vez la chica, se ha propuesto hacernos
disfrutar de la fiesta antes de que descubramos que ya no importa.
A ver qué imaginan ustedes al leer, al
principio de un cuento titulado “Coincidencias”, una imagen como esta:
Sentados en la piedra miraban los círculos de agua.
Yo
me imaginé a dos criaturas aladas, de la especie de Campanilla, la de Peter Pan,
que meten los pies en el agua mientras esperan que Ana Teresa Torres los llame
a la aventura. Y entonces, ágiles y ligeros, salen volando.
Falta tiempo y espacio para comentar
otros ejemplos, la colección es enorme, apenas comparable a aquel campo de
velas al que llega Macario, el protagonista de aquella misteriosa película, huyendo
de una muerte terrible. Cada pequeña llama que observa, de todas las épocas, de
todos los rincones del mundo, podría representar un cuento que inicia con
palabras atractivas y nebulosas.
No veo estos ingeniosos inicios como
estrategias enganchadoras, que sería lícito que lo fueran. Las veo como frutos
de la sensibilidad del espíritu que crea y que se desnuda poco a poco ante otro
espíritu que aguarda anhelante. Ya que el primerísimo contacto con aquellos que
esperan esas historias ha de influir en toda la interacción que llamamos
lectura, ese espíritu cifra y dicta a la mano que escribe la clave que abre la
comunicación y revela la intimidad y la fidelidad que existe entre el narrador
y el lector.
Acaso esa especie de romance latente pueda
encontrarse, iluminado por la sencillez de la frase, en cuentos como “Caballero
de Bizancio”, de Laura Antillano, que comienza diciendo:
Yo abro la puerta y está usted.
Quién
sabe si ese abrir de puerta termine siendo un hábito de los personajes, es
decir, que, como dice Piglia, el narrador nos distrae con una historia para
escondernos otra, la que importa, pero mientras conjeturamos sobre esa puerta,
sobre el yo y el usted, sobre por qué no es un tú, sobre quién está dentro y
quién afuera, sobre quiénes son, ya los espíritus de quien cuenta y quien
escucha se reconocieron, se enamoraron y se lanzaron a vivir.
Saramago también recurre a esta “clave”
al principio de esa rareza que es, según él mismo, su único cuento infantil: “La
flor más grande del mundo” (recito de memoria):
Nada más comenzar la primera página, aparece un niño
en el fondo del bosque.
Pero
no sé si he encontrado manera más tierna y graciosamente misteriosa de comenzar
un cuento para niños que aquella con que Carlo Collodi comienza Pinocho,
su obra más grande (leo la traducción de Ana María Del Ré):
Había una vez...
—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.
No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un
trozo de madera.
emalaver@gmail.com
Año
X / N° CDIX / 20 de febrero del 2023
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