Quién sabe si será aquella patente universal
que le dio Dios a Adán cuando le dijo: “Dominarás sobre todos los animales de
la tierra” la que sustenta, al menos en español, el hecho de que existan tantas
palabras diferentes para hablar del hombre y de los animales. La diferenciación
no es total y absoluta, pero su significado sí ha de ser radical.
Es curioso que sea así en el español (y
en otros idiomas latinos) porque no es ésta una lengua que haya aparecido precisamente
al principio de los tiempos. Es decir, no es que Alfonso X el Sabio o Gonzalo
de Berceo puedan argüir que Dios les habló a ellos directamente. La lengua
española ni siquiera pertenece a la misma familia lingüística de la que deriva
la lengua en que se escribió la historia de Adán. ¿Habrá en todo esto algo de
pretensión?
Para mí es reciente, por ejemplo, el
uso de la palabra pierna para
referirse al muslo de la gallina, pero, a pesar de mi terca ignorancia culinaria,
he llegado a entender que eso lo diferencia de la pata, que es la parte del cuerpo del ave donde, al menos las de
rapiña, tienen las garras, que para
el hombre serían dedos, donde tienen
las uñas, que en las aves serían pezuñas.
Los animales tampoco comen igual que
los seres humanos. Los hay que devoran,
especialmente los más salvajes. De modo que cuando uno está muy hambriento y
come con la velocidad y violencia con que come, por ejemplo un león, se dice
que se ha devorado la comida. Es una metáfora, pero, trasladándolo a otros
terrenos, tendría que considerarse casi una ofensa, puesto que los animales
comen con el hocico, algunos con el morro, otros con la trompa, mientras que el hombre come con la boca y casi nunca sin los aristocráticos cubiertos, pero nunca
mordiendo a su presa casi viva aún.
Los animales se aparean, se cruzan —la
máxima dignidad que alcanzan es copular,
acción ennoblecida por la latinidad de la palabra—, mientras que los humanos,
americanamente, hacen el amor —y a
veces, para no ser menos románicos que sus mascotas, también copulan—. (A la
terminología vulgar, quizá más abundante que la culta, le correspondería una
nota aparte otro día)
Y, para explorar un campo semántico
vecino, como resultado de esta actividad, las hembras de las especies animales pasan por un período de preñez, mientras que las de la humana,
que se llaman estrictamente mujeres, pasan
por el embarazo, y al final las unas paren y las otras dan a luz. (Aquí rescato la belleza del verbo parir siempre en todas las especies, particularmente en la humana.)
Y la criatura que nace (siempre nace, no hay diferencias) en un caso se llama cría, cachorro, pichón, y en el
otro, niño, neonato o, más francesamente... bebé.
Los machos
animales no parecen tener la ambición de que se los considere hombres, ni siquiera parecen creer que
eso sea honroso de ninguna manera, pero hay una enorme población de varones humanos que insisten en
comportarse y en pensar en sí mismos como machos, hechos exclusivamente de
instintos, no de inteligencia y sensibilidad. Pasa también con muchas humanas.
A algunos esta diferencia los tiene
hasta el cuello (o hasta el pescuezo,
si es usted una jirafa). Los hay que forman grupos para declarar la igualdad
entre hombres y animales. Yo creo que si la lengua, desde los orígenes, la ha
señalado, alguna diferencia tiene que haber. Mire usted cómo los animales gruñen, graznan y farfullen, y el
hombre habla, dice y, saussureanamente, articula;
pero no sólo eso: ahora los animales tienen derechos —fantástico—, pero ¿puede
exigírseles deberes?
Aunque los animales no tienen nada que
ver, sólo puedo expresar estas ideas desde el lado humano, y gracias a Dios
sólo los seres humanos podrían pensar que es pretencioso, porque me interesa
sólo lo que nos indica la lengua, que es donde encuentro la explicación de lo
humano y de lo divino.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXLVIII
/ 18 de febrero del 2019
No hay comentarios.:
Publicar un comentario