Sérvulo
Uzcátegui Gómez
Jean Carlo Simancas y María
Alejandra Martín como Gabriel
y María Eugenia en Ifigenia (1986), de Iván
Feo
|
No,
este breve artículo no trata sobre la, en otros lares famosa, aquí apenas
conocida serie de la BBC. Tampoco sobre la serie de dibujos animados Futurama, de donde quien escribe extrajo
el título, una paráfrasis del título de la sitcom
británica, para este artículo. Es verdad que el tema es una socialite, pero hasta allí llega la
comparación, por la que quien escribe casi que pide sinceras disculpas. Se trata
de una socialite de hace mucho, mucho
tiempo, y de una tierra muy, muy lejana, pero que paradójicamente es nuestra
ahorita tan convulsionada Venezuela.
Teresa
de la Parra (siendo éste sólo su nom de plume,
Ana Teresa Parra Sanojo era su nombre real) fue una dama de abolengo, y
efectivamente, aunque fuera por un período relativamente fugaz, una socialite de su época, que vivió gran
parte de su corta vida (segada, como la de Franz Kafka, por la tuberculosis)
fuera del país, lejos del cual murió. Teresa, presa del incontenible prurito
que la llevó a escribir, se vio y se sintió invadida por un germen que, en su
tiempo, comienzos del siglo XX, afectó tal vez a más gente de entre nosotros
que ahora, comienzos de este siglo XXI: el germen de la venezolanidad.
Quien
escribe estudió Letras e Idiomas Modernos en la Universidad Central de
Venezuela desde comienzos de los años 80 hasta comienzos de los 90, vivió más
arribita del Panteón Nacional (el de toda la vida, sin esa curiosa carpa de
concreto y acero que acampa tras él hoy en día), en lo que ya puede llamarse la
vieja Caracas, depauperada y deteriorada como ya estaba por aquellos días, en
circunstancias que se asemejan, si bien no del todo, a las actuales. Era
habitual para este servidor caminar a través del Parque Los Caobos rumbo a
Plaza Venezuela y a la Ciudad Universitaria. La caminata empieza pasando la
Plaza de los Museos. Y justo allí, al comienzo, está la estatua en mármol
blanco de Teresa de la Parra, obra de la escultora Carmen Cecilia Caballero de Blanch.
Allí fue dejada hace ya algunas décadas, ornando el comienzo del paseo del
parque, y hasta la actualidad, Anno
2017 (datando la última visita personal de noviembre del año pasado) sigue
allí, tan blanca, etérea y hermosa como en la primera (fenomenal) impresión que
causó en el autor de estas líneas.
No
existen testimonios sonoros —hasta donde se sabe— de su voz, de la cual se ha
escrito que era dulce y melodiosa, con acento de España a raíz de su larga
estadía en la península ibérica, y, por su desenvoltura en la cultura y la
sociedad galas, encantadoramente salpicada de expresiones coloquiales del
francés. La soltura, el irónico humor y el desenfado en el switching del español al francés saltan a la vista y deleitan,
sobre todo en sus cartas y en Ifigenia,
su primera novela; teniéndolas ante sí en la memoria, puede afirmarse que ellas
son lo más cercano a la vivencia de escuchar a Teresa como la amena
conversadora cosmopolita que a uno (obviando las diferencias de clase de
entonces) le hubiera encantado conocer. Pero a la hora de la escritura que
desplegó, sobre todo en su pequeña obra maestra de madurez, Las memorias de Mamá Blanca, y en sus
conferencias sobre La influencia de las
mujeres en la formación del alma americana, el lenguaje se vuelve castizo y,
más que nada, venezolano. No hay en su español ni una falla en todo cuanto el
redactor de este artículo ha alcanzado a leer —a lo largo de su vida y más
recientemente— de la obra de Teresa, limitada por la brevedad de su vida, que
se pudiera detectar o considerar como falla; en su vocabulario, ortografía,
gramática y sintaxis (¡la de los dos idiomas!), todo sitzt, paßt und hat Luft, como dirían en alemán; es immaculé, como habrían dicho por aquel
entonces, y flawless, como dirían hoy
en día. No en vano quien escribe considera a Teresa de la Parra (al menos en el
idioma español) una maestra que le animó a escribir y le enseñó cómo hacerlo.
Y
aunque esa belleza, esa perfección de la escritura de Teresa, en su suma de
sensibilidad, indulgencia, introspección, costumbrismo y nacionalismo, ni se
astille ni se oxide con el paso del tiempo, es de temer que al cabo de los ya
casi cien años desde su publicación también caiga presa, como muchas otras
cosas bellas más, de la obsolescencia. Podrá caer en desuso, pero no perderá
nada de su perfección ni de su belleza.
Será
anticuada y obsoleta, pero siempre será obsoletamente fabulosa. Obsoletely Fabulous.
servuzcg@yahoo.es
Año V / N° CLVIII
/ 26 de junio del 2017
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