Edgardo Malaver
La primera vez fue en el banco. Cada
quince días, al salir de la escuela, antes de irnos a casa, mi madre tenía que
cambiar su cheque, y yo iba con ella. Me gustaba el lugar porque era el único
que conocía donde había aire acondicionado. Aquella tarde en que vi la primera,
sin embargo, no me interesó en nada el frío, al descubrir desde la otra acera
que pretendía recibirme el misterio. Era un letrero de cuatro letras blancas
sobre fondo verde en la puerta de vidrio del banco, y yo las leí detallada y
meticulosamente. Le pregunté a mi madre qué significaba y ella me
la tradujo a la lengua hablada. Después de eso, en el banco, en la escuela, en
la casa, en la iglesia, en el mercado, ¡en los libros!, miles y miles de veces
me encontré otras muchas palabras como aquélla, que se escriben con hache y
todo el mundo las pronuncia con jota. Más tarde, cuando empecé a aprender
inglés en bachillerato y me di cuenta de que en esa lengua casi todas las
palabras que en la escritura comienzan con hache se pronuncian como si en
realidad comenzaran con jota, pensé que aquella era una manía que se nos había
pegado de los gringos.
Cualquiera creería que son tres o
cuatro y que apenas las usan los andaluces (o más bien los gitanos), y
ciertamente de ahí toma Federico García Lorca aquel título, oloroso a pueblo,
de Poema del cante jondo (1931). Sin
embargo, aunque la letra de “Burundanga” diga: “Bernabé le pegó a Muchilanga, /
le dio burundanga, le hincha los pies”, la recordada Celia Cruz pronunciaba ese
verbo con jota, y, de hecho, pronunciarlo con hache causaría un problema en la
métrica del verso.
En Margarita —donde probablemente se
encuentre el acento más cercano al de Andalucía que haya en Venezuela—, los
habitantes de Los Hatos, antiguo nombre de Altagracia, son llamados jateros; las tejedoras de hamacas las
hacen desplazando un jusillo, o husillo (hermoso diminutivo de huso) entre los hilos tensados
verticalmente en el telar, y si uno come mango, lo que le queda entre los
dientes no serán jamás hilachas, sino
jilachas. Al pan que no se come en
tres días le cae mojo, no moho. Antiguamente, cuando se cocinaba
con leña, ésta se traía del monte en un pequeño jaz, nunca en un haz.
Mucha gente vivía en casas de bajareque,
los viejos recordaban largas retajilas
de cuentos de sus abuelos y nunca quedaban jartos
de comer pitajayas.
En otros lugares (y no sólo de
Venezuela), la acción de balancear algo, como si meciéramos una hamaca, pero
especialmente si se hace con cierta violencia, se llama jamaquear, en lugar de hamaquear.
Hay zonas en las que las frutas maduras ya están “hechas”, es decir,
comestibles, pero en otras, están jechas.
Los que estén ajitos, no ahítos, como dice el diccionario, pueden
llegar a jipear, que no hipear. En Barlovento existe una canción
en honor a san Juan Bautista que dice: “Juan Apolinar, de Pozo Hondo, / se lava
la cara pero es muy jediondo”. Y
aunque originalmente era un insulto de los amos contra los esclavos, una
persona de piel negra puede llamar a otra mujina
(o, más extendido, mojina), que era
como llamaban aquellos, blancos y negros, a las bestias de carga.
A ambos lados del océano se come un
pescado largo y delgado que casi tiene más huesos que carne, y a ambos lados
hay quienes lo llaman tahalí
(Cervantes, por ejemplo) y quienes pronuncian tajalí, como los pescadores de Puerto La Cruz, de Naiguatá y de
Adícora. A ambos lados del océano la gente bebe y se ajuma; en San Juan de Puerto Rico y en La Victoria, Venezuela, pueden
incluso jenderse de la risa.
¿Entonces?, ¿la hache no era muda? Para
serlo, habla demasiado. Y los gringos tendrán muchas culpas, pero esta no la
tienen. Si de ahora en adelante le vuelven a decir que la hache tiene ese
impedimento audio-fonético, primero póngalo en duda y luego, recordando estos
22 ejemplos, procure que no se le reviente la jiel.
emalaver@gmail.com
Año III / Nº LXV / 13 de julio del 2015
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